Reportaje:

El efecto invernadero

Más que, una plaza, la de Santa Bárbara es una rambla de breve y pronunciada pendiente guarecida por dos hileras de sufridos y frondosos plátanos e interrumpida por una chata y degradada construcción civil y doblemente útil. Su fachada sur, hasta hace poco tiempo, la entrada, de unos urinarios públicos y subterráneos, mientras que la norte sirve todavía de cobijo para una veterana librería de lance. El templete, compendio de utilitarismo que permitía a sus usuarios aliviar el cuerpo y nutrir la mente con sólo bordearlo, es como el puente de mando de un buque eternamente varado entre el oleaje ...

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Más que, una plaza, la de Santa Bárbara es una rambla de breve y pronunciada pendiente guarecida por dos hileras de sufridos y frondosos plátanos e interrumpida por una chata y degradada construcción civil y doblemente útil. Su fachada sur, hasta hace poco tiempo, la entrada, de unos urinarios públicos y subterráneos, mientras que la norte sirve todavía de cobijo para una veterana librería de lance. El templete, compendio de utilitarismo que permitía a sus usuarios aliviar el cuerpo y nutrir la mente con sólo bordearlo, es como el puente de mando de un buque eternamente varado entre el oleaje del tráfico que se asoma a la glorieta de Alonso Martínez, resto preservado del hundimiento de los antiguos bulevares que hacían del trayecto Colón-Rosales uno de los paseos más vivos y armoniosos de la ciudad. El mínimo bulevar de Santa Bárbara tiene en su proa un castillete, un quiosco café-bar que durante el buen tiempo solía abrir recoleta y acogedora terraza sobre la acera. El quiosco, atendido por una tripulación entrenada y profesional, ofrecía al pasaje, un pasaje de funcionarios, empleados y oficinistas, en fechas laborables, excelente café, cerveza bien tirada y un ambiente cálido bajo sus marquesinas en toda época del año. En la terraza vaciaban las interminables tardes de verano con la pajita de la horchata las parejas de novios, vigilados de reojo por severas matronas reunidas para la ritual merienda. El quiosco se encuentra cerrado temporalmente por obras.

Por el momento, la librería de ocasión se ha salvado del maquillaje municipal, aunque la clausura de los urinarios posteriores no hace concebir muchas esperanzas sobre su futuro. El tenderete libresco, protegido por un toldo de lona a franjas verdes y blancas, exhibe un variado y selecto muestrario de las creaciones del ingenio humano, alternando en la promiscuidad del batiburrillo sesudos ensayos y monografías con novelas policiacas, eróticas o de aventuras, restos del naufragio de extintas editoriales, un río revuelto que a veces otorga inmateriales ganancias, a los pescadores solitarios que bucean en el puesto bajo la atenta y cómplice mirada del librero, un profesional de la materia que atiende cualquier consulta y suele pegar la hebra con la clientela.

El librero cuenta que, precisamente bajo el suelo de su establecimiento existía un túnel por el que pasaban los reos de la cárcel del Saladero para ser ajusticiados en lo que hoy se llama plaza de Alonso Martínez. El librero no cuenta, pero corrobora, la vaga información del cliente sobre un misterioso crimen acaecido sobre el suelo de su librería y del que fue víctima su antecesor en el puesto, que amaneció una mañana apuñalado entre sus libros y sus legajos.

Federico Bravo Morata, prolífico y documentado escritor madrileñista, en su obra Los nombres de las calles de Madrid, es en esta ocasión parco de palabras sobre Santa Bárbara. El cliente que acaba de adquirir la citada obra, "segunda edición corregida, muy aumentada y actualizada", a un precio muy ajustado, busca in situ la página 520 y se entera de que la plaza toma el nombre del convento de Santa Bárbara, que se encontraba en la esquina de la calle de Orellana, y poco más. Ni una palabra sobre la intrigante madrileñísima Beata María Ana de Jesús, que residió en el citado cenobio tras haber sacrificado, literalmente, su belleza con un objeto cortante para entrar al servicio del Señor, un señor por lo visto más indulgente con la automutilación que con otros pecados de la carne. Frente, al piadoso convento se encontraba la tristemente célebre cárcel del Saladero, que debía su nombre a haber sido construida por Ventura Rodríguez como edificio dedicado a "matadero de ganado de cerda y saladero de tocino": otra vez la carne. "Nuestra fe de bautismo la tiene el cura del Saladero" cantan los tres ratas castizos de la zarzuela La Gran Vía por blasonar de su antigua prosapia en el campo del delito. Pero el Saladero no era una cárcel de zarzuela, sino un pozo sin fondo de terrores e iniquidades. No era un teatro, pero de vez en cuando ofrecía sinigulares y se supone edificantes espectáculos públicos, como el de la degradación, precia a la ejecución, del cura Marino, que había atentado contra la reina Isabel II.

Más o monos por donde estaba el convento se enncuentra hoy la cervecería de Santa Bárbara, la casa, no la sede, más antigua de Madrid, como demuestran los antiguos documentos enmarcados en las paredes. Un clásico de las cervecerias madrileñas que conserva su estilo y sus especialidades, mariscos y salazones que incitan irremediablemente a trasegar nuevas cañas o bocks de rubia o negra cerveza. En la esquina de abajo de la misma manzana, en lo que fueron los bajos de la antigua embajada de China, estuvo El Junco, antro nocturno de justa y prolongada fama entre los noctámbulos. En el otro lado de la plaza gozó también de cierta fama una cafetería llamada La Concha, que tenía en plantilla un loro parlanchín especializado en piropear a la clientela femenina y a las chicas que pasaban por la calle, sirviendo de reclamo.

Desaparecieron cafetería y loro como desaparecieron o se renovaron los comercios de una plaza siempre muy concurrida, donde hoy hace su agosto y su noviembre una heladería norteamericana recientemente instalada y algún que otro establecimiento de comidas rápidas. La cafetería Santander, aún más desde que cerró el quiosco de la competencia, absorbe desayunos y meriendas, y a la hora del aperitivo la clientela rebosa de la antigua cervecería.

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Bordeada de elegantes, heterogéneos y, a veces, misteriosos edificios, la plaza de Santa Bárbara tiene su peculiar microclima; parece, sobre todo en otoño, una plaza invernadero.

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