Tribuna:

Esperanzas

"Donde crece el peligro crece también lo que salva". En Terre-Patric, Edgar Morin redordaba, citando estas palabras del poeta Friedrich Hölderlin, que entre los principios de esperanza que nos pueden guiar en la aventura desconocida del siglo que finaliza figuran en primer lugar los de lo inconcebible y lo improbable. En este mundo en desorden, cuyo rumbo parece tan poco dominado por la humanidad, existen sorpresas, transformaciones impensables, acontecimientos felices imprevistos.Suráfrica, Palestina, Irlanda: en el espacio de un año, tres hipotecas sobre la paz mundial han sido levant...

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"Donde crece el peligro crece también lo que salva". En Terre-Patric, Edgar Morin redordaba, citando estas palabras del poeta Friedrich Hölderlin, que entre los principios de esperanza que nos pueden guiar en la aventura desconocida del siglo que finaliza figuran en primer lugar los de lo inconcebible y lo improbable. En este mundo en desorden, cuyo rumbo parece tan poco dominado por la humanidad, existen sorpresas, transformaciones impensables, acontecimientos felices imprevistos.Suráfrica, Palestina, Irlanda: en el espacio de un año, tres hipotecas sobre la paz mundial han sido levantadas o están a punto de serlo... En estos momentos, el logro más sólido lo constituye el fin del apartheid, gracias a la ardiente paciencia de Nelson Mandela y a la realista lucidez de su predecesor Frederik de Klerk. El reconocimiento de la realidad nacional palestina en torno a Yasir Arafat es aún frágil, atormentado por las inevitables contradicciones de una Administración naciente y las reservas mentales de la derecha israelí. Y en Irlanda del Norte, la tregua anunciada por el IRA sólo es el preámbulo de un largo proceso de negociación que aún no ha sido confirmado.

Pero las reservas y la prudencia no deben ocultar lo esencial: sencillamente, que son buenas noticias que, a fuerza de preocuparnos del Sur que llama a la puerta del franco francés, no siempre sabemos valorar. El apartheid, o "desarrollo separado de las razas", era una política de Estado desde 1948. Ese mismo año tuvo lugar el éxodo de la población árabe tras la proclamación de la independencia de Israel. En cuanto al Ulster, la guerra civil, legado de un conflicto ancestral que perduraba como un anacronismo en el corazón mismo de Europa, ardía con violencia desde el despertar de los católicos republicanos a finales de los años sesenta.

Vemos cómo, contra todo pronóstico, el mundo de la posguerra fría consigue resolver o o aplacar unas discordias que el mundo de ayer parecía disfrutar alimentando. Hay en ello una lección inesperada: anclado en la división en dos bloques, el orden antiguo -cuya aparente estabilidad tranquilizaba a las cancillerías y petrificaba las ideologías- alimentaba y prolongaba esos desórdenes; en un periodo de incertidumbre donde, tras la caída del muro de Berlín y la caída del comunismo, las referencias son cada vez más difusas, el nuevo desorden genera paradójicamente orden, abre brechas, facilita los diálogos y esboza la paz. Uno sueña con que ocurra lo mismo, próximamente, en el Caribe, con la esperanza de que acabe el interminable calvario de Haití mediante la vuelta a la legalidad que había llevado a su presidencia el padre Aristide; y también que termine, por retomar el título de una novela de Gabriel García Márquez, "el otoño del patriarca" Castro con la libre decisión del pueblo cubano que, sin embargo, no desea desde luego volver a la situación anterior a la revolución.

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Estas buenas noticias hacen resaltar todavía más los recientes fracasos y las nuevas amenazas. En este cielo entre orden y, desorden donde se desbroza un mundo en proceso de creación, ayer encorsetada por el enfrentamiento Este-Oeste, ven la luz nuevos desarreglos. Mientras se borran antiguos conflictos, nacen otros frente a los que la comunidad internacional parece desesperada e impotente. Desde hace más de dos años, una guerra ha arraigado de forma per manente en Europa sobre los escombros de la ex Yugoslavia. Durante ese mismo periodo, en la orilla meridional del Medite rráneo, el Magreb, cuyo pulmón geográfico es Argelia, se enfrenta con la tentación isla mista. En ambos casos todo ocurre como si, en una marcha obligada hacia lo irreparable, Europa tuviera necesariamente que pagar el precio de sus errores iniciales.

En la ex Yugoslavia, Europa no supo apreciar la magnitud de la agresión serbia y la necesidad de conservar, cuando aún se estaba a tiempo, la integridad territorial de la Bosnia multiétnica. A raíz de ello, lo único que puede hacer es esforzarse por convencer a los bandos de que acepten un reparto étnico del territorio, cuyo espíritu contradice, sin embargo, todos los valores que Europa afirma defender. Pero debido a su tardía toma de conciencia, Europa, enfrentada al empecinamiento de los serbios de Bosnia, no tiene ya los medios para obligarles a aceptar ese reparto, mientras que los bosnios quieren una lucha de larga duración.

En el caso de Argelia, el error fue sin duda bloquear el proceso electoral después de que los islamistas aceptaran participar en el juego. ¿Cómo hacer creíble hoy la esperanza democrática frente al peligro integrista cuando se admitió tácitamente que las elecciones sólo eran buenas si las perdía el FIS? La radicalización de los grupos armados islamistas, terrorífica por lo que permite presagiar para el futuro, se vio desgraciadamente acelerada por esa metedura de pata que dio credibilidad a la propaganda antioccidental de los islamistas, en un país minado esencialmente por un desastre económico y social.

Mientras que de Suráfrica a Palestina, pasando por Irlanda, los Estados Unidos de la Administración de Clinton muestran su capacidad de intervenir, no ya de forma represiva, como ocurrió frecuentemente en el pasado, sino -exceptuando el nefasto bloqueo de Cuba- de forma conciliadora, Europa tarda en manifestar su existencia y su peso diplomático. Su unidad económica, comercial y mercantil no se traduce en una presencia política común. Duda de sí misma y del futuro de su construcción, como testimonia el debate lanzado por Alemania sobre los círculos concéntricos de Europa. Se puede ver en ello el sueño de una vuelta al pasado, a la Europa de los seis -o más bien de los cinco, puesto que se excluiría a Italia- También se puede apreciar en dicho debate la condición de una nueva puesta en marcha: en una Europa que necesariamente se amplía, hará falta necesariamente un motor potente para avanzar. Desde ese punto de vista, no da igual que Helmut Kohl y Edouard Balladur hayan podido decir lo mismo al mismo tiempo. Pero ir hacia una Europa de varias velocidades ¿no supone enterrar el eje franco-alemán?

En el nuevo panorama mundial, donde se ofrece la esperanza de citas inesperadas, Europa parece, paradójicamente -a pesar de que ya no pesa sobre ella la hipoteca de la guerra fría-, la más debilitada. Ya va siendo hora de preocuparse por ello si piensa uno que de la preocupación nace la esperanza.

Jean-Marie Colombani es director de Le Monde.

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