Tribuna:

El honor, el padrenuestro y la reflexión

El año 1944 es para los polacos una fecha histórica, "uno de esos años de desgracias en los que, ante la retórica compasiva y la indignación manifestada por el mundo entero, nos tocó una vez más decir con un suspiro vae victis! y hacer el triste recuento de las pérdidas sufridas. Pero nunca supimos hacer bien la! cuentas, en la desgracia y en la dicha; no supimos hacerlo y con ello irritamos a nuestros enemigos, que nos pusieron el mote de incorregiblesLa cita proviene del cuento de Joseph Conrad (Jozef Korzeniowski) El principe Roman, escrito a principios de siglo, es dec...

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El año 1944 es para los polacos una fecha histórica, "uno de esos años de desgracias en los que, ante la retórica compasiva y la indignación manifestada por el mundo entero, nos tocó una vez más decir con un suspiro vae victis! y hacer el triste recuento de las pérdidas sufridas. Pero nunca supimos hacer bien la! cuentas, en la desgracia y en la dicha; no supimos hacerlo y con ello irritamos a nuestros enemigos, que nos pusieron el mote de incorregiblesLa cita proviene del cuento de Joseph Conrad (Jozef Korzeniowski) El principe Roman, escrito a principios de siglo, es decir, cuatro decenios antes de que estallase la insurrección de Varsovia, y habla del levantamiento polaco contra los zares en 1831.

La polémica sobre el sentido y significado de las "insurrecciones fracasadas" es un elemento siempre presente en la vida de los polacos. Muchos calificaron a aquéllas como "engendros de la imbecilidad", pero otros vieron en ellas "gestas del honor y la dignidad". Fueron maldecidas y ridiculizadas, pero también bendecidas y cantadas en himnos, y nadie jamás negó que desempeñaron un gran papel en la vida del pueblo.

La insurrección de Varsovia, que estalló el 1 de agosto de 1944, fue un levantamiento armado contra los hitlerianos y el fascismo, pero en su vertiente política, fue una sublevación antiestaliniana. Fue, en sus dos vertientes, una prueba de que los polacos no pensaban aceptar ningún tipo de esclavitud.

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La insurrección fue también el último intento de desbaratar la lógica de Teherán y Yalta que condenó a los polacos a la dominación' soviética. No logró cambiar el devenir de los acontecimientos, pero Varsovia, el corazón cultural y político de Polonia, quedó reducida a un montón de escombros y cenizas.

En todas las culturas existe algún tema sagrado que no admite análisis racionales, y reglas no escritas que prohíben, por ejemplo, reír en los cementerios. Estas reglas prohíben en Polonia ridiculizar a las víctimas del holocausto o a los soldados de las barricadas de la insurrección de Varsovia. Es bueno que nuestra cultura tenga y respete ese tipo de normas. Es bueno que los vivientes, muchos incapaces de ser héroes, sepan apreciar el heroísmo de sus padres y rechacen la actitud de los cínicos que dicen: "¡Muerte a los tontos!".

La ubicación geográfica de Polonia siempre fue una desgracia. Entre el Reich hitleriano y la Unión Soviética de Stalin no había espacio para una Polonia independiente y soberana. No obstante, la insurrección de Varsovia creo en un minúsculo espacio algo que fue independiente y lo mantuvo durante 63 días de desiguales combates. La Varsovia insurrecta fue un mini-Estado soberano, plural y heterogéneo, pero hubo que pagar por él con varios cientos de miles de vidas humanas y miles de edificios arrasados.

¿Mereció la pena pagar semejante tributo por 63 días de libertad?

El escritor polaco Czeslaw Milosz, premio Nobel de Literatura, considera que no mereció la pena. Milosz, en su poema satírico El brindis, ve en la insurrección de Varsovia un cálculo erróneo de los políticos y un inútil gesto romántico de los patriotas, que no supieron anteponer la razón a sus pasiones.

Otro intelectual polaco, Stefan Kisielewski, calificó en 1945 la insurrección de reacción generada por la impaciencia juvenil y el instinto suicida de los polacos". Kisielewski escribió: "El heroísmo de los polacos motivó la destrucción de Varsovia y de su gran acervo cultural, de lo que mejor demostraba que éramos y podíamos ser un pueblo soberano e independiente".

Algo semejante se pudo escribir solamente en 1945. Unos años después ya no había en Polonia una pluma honesta que escribiese algo similar. El terror desencadenado por los comunistas obligó a dar una nueva lectura a la insurrección de Varsovia. La dictadura comunista afirmaba que la insurrección había sido un complot de la resistencia antifascista nacionalista y... los hitlerianos. Se ensañaron con los antifascistas y la mayoría de ellos estuvo en la cárcel hasta 1956, cuando los sacó el deshielo que protagonizó Nikita Jrushchov. Andrzej Wajda pudo al fin exhibir en las pantallas su gran película sobre la insurrección, Canal. Habían pasado 12 años desde la insurrección y los polacos pudieron sacar de ella la primera gran lección. Teniendo como fondo la ciudad de Budapest en llamas optaron no por una nueva sublevación contra la dictadura que les oprimía, sino por una evolución pragmática. La insurrección de Varsovia dio sus primeros frutos concretos.

Los polacos aprendieron que en sus desgracias Polonia siempre se quedaba sola y abandonada. En 1956 tampoco hubiese sido ayudada en un enfrentamiento con Moscú, como no lo fue Hungría. Si hubiésemos optado entonces por las armas nos hubiésemos convertido, una vez más, como escribió Kisielewski, en "el mendigo o la plañidera de Europa".

Los polacos siempre tuvieron una actitud ambivalente ante sus históricas resurrecciones, una postura que oscilaba entre la más ferviente oración y una burla sarcástica, entre el orgullo por el valor demostrado y la amargura por su inutilidad.

Cuando los comunistas se dieron cuenta de que jamás podrían enfangar ni arrancar el recuerdo y el mensaje de la insurrección de Varsovia, trataron de aprovecharlos para sus propios fines, pero fracasaron, porque de aquel levantamiento en el que se disparó contra los nazis quedó, sobre todo, su contenido político, el deseo de liberar la capital de Polonia antes de que entrase en ella el Ejército Rojo, la bota de Stalin.

Fue así como la insurrección de Varsovia se convirtió en uno de los principales símbolos a los que se remitía la oposición anticomunista, porque condensaba la gran ansia de libertad de los polacos. Todos los años, pese a las medidas de la dictadura, el 1 de agosto, los varsovianos acudían masivamente a los cementerios para rendir homenaje a los insurrectos caídos en la lucha, pero las velas que encendían en sus tumbas eran también un gesto de protesta contra el régimen. Los polacos reemplazaron el vae victis! por el gloria victis!

En los años 1980-1981, durante los 16 meses de libertad que dio el movimiento Solidaridad, el recuerdo sobre la 'insurrección de Varsovia reapareció con singular fuerza, aunque no se convirtió en ejemplo a seguir. Los polacos sabían que en un enfrentamiento con Moscú volverían a estar solos, pero sabían también que podían advertir a los dictadores de que en un caso extremo sabrían obrar con la misma firmeza que sus antecesores, los insurrectos.

La tragedia de la insurrección de Varsovia enseñó a los polacos que había que ser tenaces en la búsqueda de compromisos, pero también enseñó a sus opresores del Kremlin que los polacos eran un pueblo imprevisible.

Hubo analistas que calificaron la insurrección de Varsovia de error político, equivocación militar e imperativo psicológico, y en esa apreciación hay mucho de verdad.

Los jefes de la insurrección se enfrentaron a un dilema trágico. Tuvieron que elegir entre la lógica de la justicia y la lógica de la fuerza, y optaron por la defensa de la independencia de Polonia. En los dramas griegos tampoco suele haber soluciones buenas. ¿Qué podían hacer los polacos? Una sola cosa, demostrar que querían ser libres, y eso fue lo que hicieron. Buscar el compromiso, y eso fue lo que hicieron. Desgraciadamente, la lógica del mundo de Stalin desconocía la libertad y el compromiso. Las tropas soviéticas se detuvieron en la margen derecha del Vístula y observaron impasibles cómo al otro lado del río, unos cientos de metros más al oeste, moría toda una ciudad. A los polacos les quedó solamente la opción de seguir defendiendo su honor y rezar un

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padrenuestro sobre las tumbas de una ciudad arrasada.

Hoy Polonia es libre y soberana, tiene fronteras abiertas, un Parlamento democrático y una economía de mercado cada vez más sólida. Pero los polacos no saben sentirse orgullosos de esos logros. Por el contrario, maldicen su vida cotidiana. Y es que los polacos aman su país, sobre todo en la desgracia. Es entonces cuando los cobardes se transforman en héroes, los ladrones en filántropos y los admiradores del pensamiento europeo en intransigentes cumplidores del catecismo nacional y fieles hijos de la Iglesia. Así es Polonia, así son los polacos. ¿Sabrán valerse de la libertad? ¿Sabrán encontrar en ella la dicha?

No estoy seguro de ello, porque, con repugnancia, observo a muchos fanáticos que siembran el odio y a muchos rufianes que aprovechan la nueva realidad para cometer ruindades. Tratan de aprovechar el heroísmo de sus antecesores para dar un contenido justificador a sus canalladas. El presidente de Polonia, Lech Walesa, ha invitado a los presidentes de Alemania y Rusia a participar en los actos del cincuentenario de la insurrección de Varsovia. Suelo ser muy escéptico ante la política de Walesa, pero esta vez creo que su iniciativa es muy sabia, noble y clarividente. Pienso también que tiene raíces muy profundas en las mejores tradiciones polacas. Será muy positivo que el cincuentenario de un acontecimiento que simboliza los grandes sufrimientos del pueblo polaco se convierta en una oportunidad para que polacos, alemanes y rusos se den la mano en un gesto de paz, en nombre de la reconciliación y el perdón, contra el chovinismo y el odio.

Me gustaría cerrar estas reflexiones con algo optimista, pero me es imposible porque pienso en Bosnia. Sarajevo vive un drama similar al que vivió Varsovia hace 50 años.

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