Tribuna:

El camino de la ironía

Ayer, a muchos de los que tenemos un engarce vital y sobre todo histórico con la sonrisa nos hicieron un señalado favor. En el Museo Municipal de Madrid fue abierta una sala con 35 guaches y 15 aguafuertes, todos ellos del viejo Enrique Herreros. Viejo porque su pintura, sus caricaturas, su negro humor me subyugaban ya hace tantos años que por fuerza este hombre tenía que ser mayor que yo de toda la vida. Sólo así pudo enseñarnos a mí y a los de mi generación el camino de la ironía. Y es que en su obra, especialmente en las portadas de La Codorniz, buscábamos y encontrábamos una ...

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Ayer, a muchos de los que tenemos un engarce vital y sobre todo histórico con la sonrisa nos hicieron un señalado favor. En el Museo Municipal de Madrid fue abierta una sala con 35 guaches y 15 aguafuertes, todos ellos del viejo Enrique Herreros. Viejo porque su pintura, sus caricaturas, su negro humor me subyugaban ya hace tantos años que por fuerza este hombre tenía que ser mayor que yo de toda la vida. Sólo así pudo enseñarnos a mí y a los de mi generación el camino de la ironía. Y es que en su obra, especialmente en las portadas de La Codorniz, buscábamos y encontrábamos una y otra vez un guiño cómplice, el único guiño cómplice que, niños y adolescentes aún, nos permitía comprender la idiotez de la dictadura.La sala Enrique Herreros del Museo Municipal contiene, como es propio, lo que el pintor llamaba sus "Estampas matritenses", una mirada desgarrada y a veces feroz al Madrid de la posguerra civil, pero tan exacta que en los guaches aún se adivina el olor a carbón de encina y a gasógeno y la neblina triste de las mañanas hambrientas del invierno. Madrid en los cuarenta era una ciudad terrible, y sus personajes, los traperos, los sorchis, las tatas, los buscavidas, le salieron a Herreros con la amargura de la verdad y con la ironía tierna de quien acepta que eso es lo que uno tiene. Y qué se le va a hacer.

Empezó a pintar al óleo al cumplir los 40 años y, como todo aprendiz que se precie, se fue al Prado a hacer copias de los maestros, de las Meninas de Velázquez, de los Fusilamientos de Goya. Son cuadritos que aún conserva su hijo. En ellos se nota que la estupidez o la miseria tienen siempre para Herreros (igual que lo tuvieron para Goya) la misma cara: los rostros de aquellas primeras copias del Prado acaban siendo iguales unos a otros. Las mismas narices alargadas, los mismos pómulos enrojecidos, la misma mirada mortecina. Andando el tiempo, también serán iguales a los de los personajes de estas Estampas del Museo Municipal.

Es el viejo y decrépito Madrid de la ternura.

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