Tribuna:

El precio del trabajo

La universalización del mercado es principio consustancial del viejo y del nuevo liberalismo. En consecuencia, el precio del trabajo, como el de cualquier bien o servicio, depende de las leyes inflexibles del mercado. En la lógica del sistema no cabe otra forma racional de fijar precios, aunque, paradójicamente, haya que dejar constancia del hecho de que el capitalismo se ha desarrollado, y a la larga consolidado, justamente, porque desde los tres últimos decenios del siglo pasado el Estado ha regulado las condiciones del trabajo, protegiendo al trabajador, primero ante las contingencias indiv...

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La universalización del mercado es principio consustancial del viejo y del nuevo liberalismo. En consecuencia, el precio del trabajo, como el de cualquier bien o servicio, depende de las leyes inflexibles del mercado. En la lógica del sistema no cabe otra forma racional de fijar precios, aunque, paradójicamente, haya que dejar constancia del hecho de que el capitalismo se ha desarrollado, y a la larga consolidado, justamente, porque desde los tres últimos decenios del siglo pasado el Estado ha regulado las condiciones del trabajo, protegiendo al trabajador, primero ante las contingencias individuales -enfermedad, accidente y vejez- y luego, ante las que provienen de la coyuntura: seguro de desempleo. Al tener que incluir los costes de protección que impone el Estado, el precio del trabajo se aleja del que habría que pagar si sólo rigiesen las leyes del mercado.Después de la Primera Guerra Mundial, en la famosa Constitución de Weimar se formulan dos principios que van a constituir los pilares básicos del Estado de bienestar, que, como se sabe, se construye en algunos países del centro y norte de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. El primero garantiza a los sindicatos la negociación colectiva, lo que implica convertirlos en los monopolizadores de la fuerza de trabajo, con lo que cada trabajador en particular queda libre de estar directamente sometido al mercado. Por el segundo, el Estado reconoce el derecho al trabajo como uno fundamental de cada individuo y, en consecuencia, asume el compromiso de crear trabajo para todos.

Si el Estado social, según una noción harto movediza de la "dignidad humana", únicamente se compromete a garantizar un salario mínimo, así como unas condiciones de trabajo y una cierta seguridad para las eventualidades individuales, el Estado de bienestar da un paso que bien se puede reputar de revolucionario, al sobrepasar los supuestos liberales de dominio exclusivo del mercado y comprometerse a conseguir y mantener el "pleno empleo", meta que se convierte en la prioritaria del Estado. La asunción del pleno empleo, como un deber que debe realizar el Estado, significa superar el liberalismo como base del capitalismo social, que había empezado a desarrollarse en los últimos decenios del siglo XIX.

En la actual discusión, importa no perder de vista la paradoja de que el capitalismo haya logrado imponerse con carácter universal, precisamente, porque en los países más avanzados el trabajo no se ha considerado una mercancía más, sino que desde fecha muy temprana el Estado ha intervenido en su regulación, Estado social, para terminar incluso asumiendo el deber de garantizar el pleno empleo, Estado de bienestar.

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El conservadurismo, sobre todo en su impregnación cristiana, y la socialdemocracia, cada uno por su parte, en los años sesenta y setenta, contribuyeron a diseñar un Estado de bienestar, más allá del modelo liberal clásico que había desarrollado la economía, principalmente británica. Fue también un inglés, John M. Keynes, el que realizó la hazaña de acoplar la teoría económica a las aspiraciones sentidas, criticando, en la teoría económica, lo que ya en la conciencia de las gentes se consideraba desfasado, el laissez faire, y lo hizo con tal fuerza persuasiva que cuando lo leíamos en los años sesenta, el momento culminante del Estado de bienestar, dábamos por descontado que la filosofía del laissez Jaire estaba arrumbada de manera definitiva.

Keynes puso de relieve la falsedad de la llamada ley de Say, según la cual, al aumentar la producción, y con ella la oferta, se generan automáticamente aumentos en la demanda. Con la imposibilidad de una superproducción general, el mercado garantizaría una dinámica de crecimiento en equilibrio, lo que la experiencia demuestra, con la aparición de las crisis periódicas, que no es verdad. Más aún, al poner de relieve que no existe una correlación directa entre el ahorro y la inversión -es falso el discurso oficial de que, al bajar el precio del trabajo y elevarse la tasa de ganancia y, por consiguiente, la de ahorro, se garantiza con ello mayores inversiones-, hay que descartar que el mercado pueda producir por sí mismo las condiciones en las que se consiga el pleno empleo de los recursos humanos y materiales. El nivel de empleo efectivo debe estar "determinado por el punto de inserción de la función de demanda global y la de oferta global, porque en este punto se maximizarán las expectativas de beneficios de los empresarios"; ahora bien, este punto puede alcanzarse a cualquier nivel de empleo. El pleno empleo es así una posibilidad entre otras muchas; y, si se tiene en cuenta el interés empresarial, a la larga, de disciplinar a los obreros y, a la corta, de mejorar los beneficios, bajando los salarios, la más improbable de todas. El pleno empleo modifica las relaciones de fuerza a favor de los trabajadores, siendo el factor principal de encarecimiento del precio del trabajo.

No voy a entrar en la discusión de si en economías abiertas, en las que ha dejado de coincidir el mercado con el marco estatal, la receta de aumentar el gasto público en obras de infraestructura -sin embargo, nadie divisa otra- tiene todavía los efectos multiplicadores respecto al crecimiento de la oferta de trabajo que supuso Keynes. Pero de que sea imprescindible acomodar el keynesianismo a la situación actual no se deduce que, para salir de la crisis, tengamos que sacar del baúl de los trastos viejos una política ortodoxamente liberal, de la que se ha mostrado la deficiencia teórica y, sobre todo, ha sido falsificada por la experiencia.

En efecto, el desarrollo económico a lo largo del siglo ha puesto de manifiesto que en los países con estructuras económicas semifeudales, en los que el trabajo resultaba gratis o muy barato, tardaron en industrializarse, mientras que han ido a la cabeza aquellos en los que la presión sindical supo proteger el trabajo, lo que, en fin de cuentas, significaba salarios altos. Pero de este hecho no debe sacarse la conclusión estúpida de que basta con elevar el precio del trabajo para que el empresario reaccione con innovaciones en la organización o en la tecnología, que es lo que lleva a aumentar la productividad real, y no la ficticia, debida a la bajada del precio del trabajo. Países como Argentina, con una alta presión sindical, pero que sólo sirvió para movilizar los apoyos estatales, han terminado quebrando en procesos de hiperinflación.

Lo importante es reconocer que en los procesos de crecimiento económico, el precio del trabajo de ningún modo es la variable decisiva, y que tanto con salarios muy bajos como con salarios altos se puede estrangular una economía. Ahora bien, si para salir de la crisis no se ofrece otra medida que bajar el precio del trabajo, al disminuir su protección, confiando tan sólo en los efectos benéficos

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El precio del trabajo

Viene de la página anteriordel mercado, hay que estar preparados para encontrarse con lo peor a la vuelta de la esquina.

En esta política únicamente se transparentan los intereses de clase que subyacen en las viejas y nuevas formulaciones de liberalismo económico. En cuanto el capitalismo se recobra -y la caída del comunismo lo ha fortalecido de manera tan rápida como inesperada- el laissez faire renace, cual nueva ave fénix, de sus cenizas. Es muy significativo a este respecto que, al predicar las bondades de la universalización del mercado, no se haya empezado por la liberalización de tantos mercados cautivos -en el sector bancario, transportes, energía y un larguísimo etcétera-, sino que, en primer lugar, y me temo que también en el último, no haya que liberalizar más que el mercado de trabajo.

Cualquiera que estudie los años treinta quedará sobrecogido por los errores mayúsculos cometidos por la obsesión de no apartarse del modelo ortodoxo, con los resultados de todos conocidos. En la crisis actual, arrastrados por los mismos intereses de clase, repetimos los mismos errores, caminando de nuevo hacia la catástrofe. Entonces todavía hubo una única excepción, Suecia, donde los socialdemócratas recién llegados al poder tomaron en serio lo que habían repetido sin cesar, que el deber de un partido socialista es dar trabajo a todos, y para conseguir este objetivo no se les ocurrió mejor cosa, por mucho que los economistas se rasgasen las vestiduras, que forzar el gasto público con inversiones en la infraestructura material y social.

Si la prioridad es dar trabajo, quiere decir que todas las demás pensables, inflación, déficit público, etcétera, quedan en un segundo lugar. Porque si la creación de puestos de trabajo se hace depender de otras variables, éstas serían entonces las prioritarias, y así habría que decirlo con toda claridad. No en balde la vieja diferencia esencial entre conservadores y socialdemócratas consiste en que aquéllos colocan como prioridad principal la lucha contra la inflación, y los segundos, la lucha contra el desempleo. Claro que ambos pretenden que la segunda variable sufra lo menos posible, al intentar conseguir la que consideran prioritaria: los conservadores tratan de combatir la inflación con la menor incidencia posible, aunque alguna sea inevitable, en el mercado de trabajo; para la socialdemocracia, la prioridad indiscutible es la lucha contra el desempleo, eso sí, manteniendo la inflación tan baja como sea posible, aunque alguna subida habrá que tolerar si lo que importa es la prioridad del empleo.

Ignacio Sotelo es politólogo.

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