Tribuna:

El fantasma del cine Infantas

Creían que iba a ser fácil, que bastaba con pagar la compraventa y obtener la licencia. Luego hicieron las obras pertinentes. Donde antes había una pantalla pusieron la sección de embutidos, y a la altura de la fila 7, el mostrador de conservas.Pensaron que habían sido capaces de convertir un cine en un supermercado. Ignoraban que el pasado reaparece siempre, convertido, él también, en obsesión, en memoria, en fantasma.

Ahora ya han empezado los rumores.

Una vez dentro, al parecer, los clientes reciben vagas emanaciones de oscuridad y, tras los estantes de latas de maíz, se extra...

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Creían que iba a ser fácil, que bastaba con pagar la compraventa y obtener la licencia. Luego hicieron las obras pertinentes. Donde antes había una pantalla pusieron la sección de embutidos, y a la altura de la fila 7, el mostrador de conservas.Pensaron que habían sido capaces de convertir un cine en un supermercado. Ignoraban que el pasado reaparece siempre, convertido, él también, en obsesión, en memoria, en fantasma.

Ahora ya han empezado los rumores.

Una vez dentro, al parecer, los clientes reciben vagas emanaciones de oscuridad y, tras los estantes de latas de maíz, se extravían. Aunque algunos lo han resuelto comprando linternas, otros muchos se quedan quietos, la mirada fija en el dibujo de una caja de bizcochos, para después salir, sin comprar nada, haciendo comentarios.

Y es que no todos los fantasmas se avienen con la imagen de la criatura concreta: una sola sábana en movimiento. Por lo común, los fantasmas son entidades sutiles, gaseosas: su dominio se extiende sobre las sensaciones.

Del fantasma del cine Infantas dicen que tiene un carácter rencoroso, pero delicado. Dicen que si un cinéfilo abre su paquete de pan de molde y percibe una textura extraña, como de terciopelo, y reconoce la curva de un brazo de butaca, y entonces padece una reminiscencia de banda sonora, es que el fantasma anda cerca.

Claro que el caso del cine Infantas no es el único. Hay lugares de deglutir hamburguesas cuyos fantasmas logran que el alimento emita un olor a café con leche, a cigarrillo, junto con repentinos ecos de conversaciones.

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Quien contempla despacio el estanque del Retiro, o desde Cibeles el arco de la Puerta de Alcalá, puede asistir los lunes a un curioso fenómeno óptico: durante unos segundos, la torre de Valencia se desdibuja, su mole blanca y errónea, y para siempre fuera de sitio, tiembla un poco y luego desaparece.

Son los ancianos fantasmas del Retiro y de la Puerta de Alcalá pidiendo venganza. Y en un absurdo edificio al que llaman el faro de la Moncloa se escucha cada noche la pregunta: "¿Faro por qué, si ocasiona naufragios, si no los evita?", ululando en el viento.

En realidad, últimamente, dicen, Madrid se está llenando de fantasmas.

Sería, quizás, cuestión de protegerlos.

Al fin y al cabo, como es sabido, el hombre inventó al fantasma para contarse la historia del lamento que perdura. Quiso que una presencia en la sombra le hablara del sentimiento contrario a la resignación.

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