Reportaje:

"Queremos beber sangre"

Sólo los niños sobrevivieron en las 'favelas' a los disparos de 50 encapuchados

Faltaban pocos minutos para la medianoche. Jane da Silva Santos, de 56 años, había dedicado aquel domingo a cuidar de su esposo, el albañil jubilado Gilberto dos Santos, de 61 años, que convalecía de una operación. Sólo le había dejado durante media hora para ir con el resto de la familia a la iglesia de la favela, un modesto templo de la secta protestante Asamblea de Dios.En los cuartos contiguos de la chabola se apiñaban los cinco hijos de ambos, de entre 15 y 27 años, su nuera, Rubia, de 18, y cinco nietos de entre un mes y 10 años de edad.

Cuando se oyeron los primeros di...

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Faltaban pocos minutos para la medianoche. Jane da Silva Santos, de 56 años, había dedicado aquel domingo a cuidar de su esposo, el albañil jubilado Gilberto dos Santos, de 61 años, que convalecía de una operación. Sólo le había dejado durante media hora para ir con el resto de la familia a la iglesia de la favela, un modesto templo de la secta protestante Asamblea de Dios.En los cuartos contiguos de la chabola se apiñaban los cinco hijos de ambos, de entre 15 y 27 años, su nuera, Rubia, de 18, y cinco nietos de entre un mes y 10 años de edad.

Cuando se oyeron los primeros disparos, todos pensaron que sería uno de los frecuentes tiroteos entre policías militares y los narcotraficantes que dominan la favela (barrio de chabolas) de Vigario Geral donde vivían. Cuando el estruendo de un tiro de fusil estremeció la chabola y la puerta se abrió, la nuera de la pareja, Rubia entró aterrorizada al cuarto con su bebé en brazos.

Unos 15 hombres encapuchados entraron entonces a la vivienda empuñando sus armas humeantes y gritando: "Queremos beber sangre". Jane abrazó a su nuera y ambas se arrodillaron para implorar clemencia, pero cayeron acribilladas. Gilberto se incorporó en la cama, pero volvió a caer con un orificio de bala en medio de la frente. El único testigo vivo, el nieto de un año, lloraba junto al cuerpo de su madre cuando los policías fueron al otro cuarto para continuar la faena con los hijos de la pareja.

Luciene, la menor de los cinco hijos, una estudiante de 15 años, preparaba su lección para el día siguiente. Al ver a los encapuchados levantó los brazos para protegerse, pero una bala de fusil le atravesó la mano y penetró en la cabeza.

En pocos minutos estaban todos muertos. Luciano, el marido de Rubia, un obrero gráfico de 24 años; Luzinete, de 26 años, una obrera metalúrgica; Lucila, de 27, auxiliar de dentista y madre de tres niños, y la mayor, Lucía, costurera, 34 años, cuya hija de 10 años huyó llevando consigo a los otros cuatro niños.

Enseguida, los hombres cruzaron la calle y entraron al modesto bar de Joacir Medeiros, un jubilado de 60 años. Ocho parroquianos, obreros, modestos empleados y un enfermero, bebían cerveza y comentaban alegremente el tema del día: la victoria de la selección de fútbol de Brasil sobre la de Bolivia. Al llegar, los encapuchados preguntaron si eran todos trabajadores y les pidieron sus documentos. Pero ni los miraron: los tiraron al suelo con desprecio. Enseguida arrojaron dentro del bar una bomba de gas lacrimógeno. Después, dispararon sus armas hasta que nadie quedó en pie. Dos parroquianos sobrevivieron fingiendo estar muertos.

En total, los cerca de 50 encapuchados -soldados de la policía militar según admiten las propias autoridades que ayer destituyeron al responsable de la vigilancia del barrio- mataron a 21 vecinos de la favela de Vigario Geral, un barrio obrero surgido en 1961. Sus 30.000 habitantes viven aterrorizados por una doble amenaza: por un lado, las bandas de secuestradores y traficantes de drogas y, por otro, las hordas de la policía militar, una tropa que escapó al control de las autoridades y en cuyo seno se han formado bandas de asaltantes, secuestradores y los siniestros escuadrones de la muerte.

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