Tribuna:

No va a cambiar

Lo dice José María Maravall, ex ministro de Educación del primer Gabinete socialista, acompañante del candidato en esta campaña electoral. Maravall y Felipe llegaron a Cádiz minutos después de que un formidable aguacero rebajara el ánimo de los miles de personas -muchos jóvenes- que se habían reunido en la plaza de la Catedral. Llegaron cuando el cielo estaba ya abierto y el público recuperaba el aliento al estribillo de "Felipe, machote, aféitale el bigote". No lo va a hacer. No va a cambiar. Felipe es un rumiante lentísimo. No dedicó más de dos horas a preparar el de bate del lunes. Y Aznar ...

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Lo dice José María Maravall, ex ministro de Educación del primer Gabinete socialista, acompañante del candidato en esta campaña electoral. Maravall y Felipe llegaron a Cádiz minutos después de que un formidable aguacero rebajara el ánimo de los miles de personas -muchos jóvenes- que se habían reunido en la plaza de la Catedral. Llegaron cuando el cielo estaba ya abierto y el público recuperaba el aliento al estribillo de "Felipe, machote, aféitale el bigote". No lo va a hacer. No va a cambiar. Felipe es un rumiante lentísimo. No dedicó más de dos horas a preparar el de bate del lunes. Y Aznar se comportó exactamente como habían previsto los asesores del presidente. Como un peso gallo de cintura seca -es imagen del propio Maravall- golpeando el hígado de un Cassius Clay envejecido, ya no danzón, provisto de un puño enorme, pero envuelto en algodones. Se lo advirtieron, insistieron en que su discurso, lleno de meandros, debía obviar esa vocación sinuosa. Duro y sintético. Pero Felipe fue incapaz de asimilarlo. Tampoco se tomó el tiempo necesario: fue se por desprecio, fuese por el buen gobierno. Además, la noche del domingo, cuan do regresaba de Las Palmas, el pequeño avión donde viajaba dio señales de alarma. Señales preocupantes: un estruendo en una de las portezuelas. Llevaban tres cuartos de hora volando y hubo que volver al aeropuerto canario: la puerta no había cerrado bien y estaba la aeronave perdiendo presión. Felipe odia las avionetas y sube a ellas con el repeluzno del accidente en la cabeza, el accidente que mató, por ejemplo, a su amigo Omar Torrijos. Pero en esta campaña de recorrido descabellado no puede eludirlas. Así, llegó a Madrid casi al alba, atemorizado e insomne: el debate era lo de menos.La gente de Cádiz le ha pedido caña, caña de la buena, pero el candidato se resiste. "Una cuestión de estilo", dice, "que nos ha de hacer también en eso diferentes". Formado en la ética de las convicciones y obligado desde hace años por la ética de las reponsabilidades, el candidato no va a cambiar. Y si no lo hace en esta plaza bella y familiar, orillada de palmeras y salitre, con su gente, a la que ha besado repetidamente antes de hablarles -a Cádiz venía el candidato como se va en busca de galletas: falto de amor-, ya no lo va a hacer nunca. Tan ostentosa, tan inamovible es su seguridad que deja caer entre los que asisten al mitin esta frase sentimental, terrible: "Yo hablo con el corazón, y si me equivoco me da igual, pero digo lo que siento". El público rompe en aplausos, ya cercanos a la lágrima. Por un momento parecería estar dispuesto a ir junto a él incluso hasta la derrota. En la campaña pasan este tipo de cosas extravagantes: sea por la luz dorada, humedecida y lujosa de la plaza en el crepúsculo; sea porque, como ahora, Felipe está logrando articular un discurso intenso y hondo; sea porque han callado las fanfarrias electorales y no se mueve nadie, nadie; a veces, en fin, parece que Felipe González ya no está jugándose las elecciones y que incluso el sexto día de junio ha dejado de preocuparle. Naturalmente, eso dura un segundo, apenas nada: ¡vamos a ganar, vamos a ganar!, y las filas alborozadas se rompen. Pero conforme avanzan los días ese segundo se alarga para preocupación de la política y beneficio de la historia. Y de la historia, en cualquier caso, no debería esperar el candidato un tratamiento peculiar: tarde o temprano acaba absolviendo hasta al último crucificado.

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