Tribuna:

Pegaso volador

No hay caravana socialista. Hay un tren que se detiene en estaciones inciertas y que en ocasiones llega hasta la ciudad donde Felipe González habla esa noche. Un tren donde se expone modestamente la obra del Gobierno y que habitan auténticos esforzados de la militancia, sometidos al vaivén de los raíles, la alimentación y el sueño precarios y la episódica indiferencia de los vecinos que reciben su visita. Está ese tren lejano y romántico, y luego, los fulminantes aterrizajes del candidato socialista en las ciudades, ya no el caballo que definiera emblemáticamente Martín Prieto en el 82, sino c...

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No hay caravana socialista. Hay un tren que se detiene en estaciones inciertas y que en ocasiones llega hasta la ciudad donde Felipe González habla esa noche. Un tren donde se expone modestamente la obra del Gobierno y que habitan auténticos esforzados de la militancia, sometidos al vaivén de los raíles, la alimentación y el sueño precarios y la episódica indiferencia de los vecinos que reciben su visita. Está ese tren lejano y romántico, y luego, los fulminantes aterrizajes del candidato socialista en las ciudades, ya no el caballo que definiera emblemáticamente Martín Prieto en el 82, sino centauro o Pegaso volador cayendo desde el cielo sobre el gentío que le espera. Y entre el gentío, cada noche, la cuarentena de periodistas que le seguimos, en aviones o autocares. También para nosotros Felipe González se aparece con cierto sesgo mitológico. Ningún responsable político viaja en el autocar, y es tremendamente dudoso que Felipe acceda a subirse alguna tarde en él. Las horas de la prensa pasan, así, entre partidas de mus, cantos patrióticos, escritura apresurada y una oscilante voluntad de conciliar el sueño. Felipe suele viajar acompañado de su secretaria, Pilar Navarro; de su jefe de seguridad; de su médico, y de ese griego encantador llamado José María Maravall, que ante cada destino y cada nuevo ciclo de la campaña le susurra bajito al emperador lo que convendría decir a la gente. Pero todos ellos van y vienen en la nube de Felipe.Ayer, en las Canarias, por la mañana en Tenerife y a la noche en Las Palmas, el patrón de viaje se repitió sin demasiadas novedades. Iba el candidato cansino y con la cara exacta de complicidad triste que le han puesto en el cartel de campana, algo así como si a Antonio López le hubieran encargado el retrato formal del presidente: cabe suponer, sin embargo, que el pintor manchego se hubiera rebelado contra esa iconografía de restallantes gemelos, severa Montblanc y decreto a punto de ser firmado, que convierte al presidente en un subsecretario altanero. Pero, en fin, con esa cara iba. El fin de semana ha sido duro para él. Aznar estudiaba en Madrid las aristas del debate de hoy Felipe, por el contrario, proseguía con su actividad. A última hora entró en un hotel de Las Palmas, concedió una rueda de prensa y saludó a una docena de curiosos. Todo rápido e incoloro. Sorprendentemente, al acabar con los periodistas accedió a llegarse a un salón contiguo para saludar, le dijeron, a los participantes en una convención comercial. Allí estaban, unos mil, perfectamente organizados, con servicio de orden propio y circuito cerrado de televisión. El candidato subió a la tribuna, su jefe de seguridad apartó los productos y reclamos del negocio, y les saludó brevemente. No sabía Felipe que ésa era la gente de Anway, una sociedad de venta a domicilio investigada por las autoridades judiciales y monetarias españolas por presunto delito fiscal. Los aterrizajes del centauro tienen sus riesgos.

En el crepúsculo canario, el candidato apareció por el foso del Estadio Insular y lo primero que vieron sus ojos fueron unas gradas completamente vacías. Despacio, entre la música, pisó la hierba y atravesó el campo. En la tribuna curva de uno de los fondos -así la llaman aquí- estaba apiñada la gente, cinco, seis mil personas coreándolo. Subió al escenario y habló. De la gente le llegaba el hervor, y el vacío estaba a sus espaldas. Todo, pues, estaba en perfecto orden, incluso metafórico.

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