Tribuna:

La esperanza de Laín

Admirable este Pedro Laín que Dios guarde, capaz de dar a sus 85 años -en el Colegio Libre de Eméritos- un espléndido curso, lleno de garbo y sabiduría, sobre Esperanza en tiempo de crisis. Ya hace largo tiempo -en 1957- tuve el placer de publicar un libro suyo que se haría famoso, La espera y la esperanza, donde detallaba la historia y la teoría del esperar humano, esa salvadora actitud del hombre que, en medio de las mayores tribulaciones, le lleva a esperar un porvenir mejor, personal o colectivo. Pero allí se trataba de filiar cómo vieron los grandes pensadores este fe...

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Admirable este Pedro Laín que Dios guarde, capaz de dar a sus 85 años -en el Colegio Libre de Eméritos- un espléndido curso, lleno de garbo y sabiduría, sobre Esperanza en tiempo de crisis. Ya hace largo tiempo -en 1957- tuve el placer de publicar un libro suyo que se haría famoso, La espera y la esperanza, donde detallaba la historia y la teoría del esperar humano, esa salvadora actitud del hombre que, en medio de las mayores tribulaciones, le lleva a esperar un porvenir mejor, personal o colectivo. Pero allí se trataba de filiar cómo vieron los grandes pensadores este fenómeno tan peculiar, que el ilustre profesor comparaba graciosamente al empeño del barón de Münchhausen de salir del pozo donde había caído, tirando de su propia coleta. Lo que Laín buscaba ahora en su curso era la esperanza de esos pensadores (reducidos a los contemporáneos que han vivido la gran crisis de nuestro tiempo), es decir, cómo intervenía la esperanza en su propia vida y no sólo en su doctrina, si realmente existía o no, si era compatible con su pensamiento, tantas veces trágico o angustiado.Cuando se vive en una época plena, como fue, por ejemplo, el siglo XVIII, con un estilo común indiscutido porque la sociedad entera se apoya, sin necesidad de darse cuenta, en firmes creencias sobre qué es el poder, la sociedad y la moral, épocas dulces y serenas, aunque no faltaran en su seno enormes injusticias y privilegios, no tiene sentido plantearse la esperanza o la desesperación acerca del futuro de ese mundo tranquilo, salvo respecto a la suerte o desventura del porvenir personal de cada cual. La esperanza o su ausencia sólo caben cuando falta esa básica unidad, cuando, se ha roto el consentimiento y las olas de la crisis rompen sobre el acantilado espiritual y volatilizan aquellas creencias anteriores que parecían inconmovibles. La sociedad en crisis se escinde, lo antiguo ya no sirve y no se ve claro lo nuevo que emerge por el horizonte. La vida toda se hace amarga, violenta, crujen los cimientos sociales y el hombre se encuentra en una encrucijada, donde, incluso, la niebla oculta las señales de los posibles caminos. Es en esa hora desesperada cuando cobra sentido la esperanza porque, como decía Ortega citado por Laín, "el hombre se encuentra forzado a hacer pie en lo único que le queda: su desilusionado vivir". Algo asintótico expresaba Heidegger al afirmar que "la magnanimidad es la inversión de la angustia en osadía creadora, la grandeza de quien sabe vivir y crear apoyando su pie sobre la nada".

Son los tiempos de crisis, cuyas ondas largas pueden durar hasta varios decenios. Larga fue la crisis del mundo antiguo, larga la de la Baja Edad Media, y en la crisis actual del mundo occidental -o quizá, por vez primera, de toda la humanidad- nadie puede prever cuándo sus tormentas se tranquilizarán. Jaspers, Heidegger, Bloch y Moltmann, entre los pensadores extranjeros; Unamuno, Ortega, Marañón y Zubiri, entre los españoles, fueron los protagonistas de las lecciones de Laín. Antes de tratar de la esperanza de cada uno de ellos, Laín hizo breves síntesis de sus respectivos pensamientos, que constituirían, si se publicasen reunidas, un útil breviario de la historia de la filosofía más reciente. Pero cuando sus palabras alcanzaron el máximo patetismo, tanto para sus oyentes como para él mismo, fue al referirse a la esperanza de esos españoles, porque, junto a los problemas similares de todo pensador de nuestra época, está en ellos la vieja angustia sobre España misma, hoy acentuadamente renovada, junto a la perdurable esperanza en su salvación.

No tengo espacio ni capacidad sintetizadora suficientes para trasladar al lector la visión de Laín sobre la esperanza de cada una de esas egregias figuras. Lo que sí puedo preguntarme es sobre la esperanza del propio Laín. En el horizonte de sus postrimerías está, como homo religiosus que en cierta forma es su religación a un Dios cristiano, siempre incógnito y misterioso. Pero para el porvenir de los vivos y no para el de los que desaparezcan de este mundo, para él mismo y para los demás habitantes de este planeta azul y de esta hora y

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conclusa, ¿qué espera Laín?, ¿cuál es su esperanza? Por supuesto que la esperanza no es el pálpito o la profecía ni hay que confundirla con el optimismo. El optimista es el que está seguro de que los bienes que él estima, para sí o para los demás, van a venir; el esperanzado cree que si se dan ciertos supuestos y condiciones, entonces lo esperado y deseado llega. Es claro que cabe plenitud o debilidad en la esperanza. Machado era plenamente esperanzado al decir: "¡Qué importa un día! Está el ayer abierto / al mañana, mañana al infinito. / Hombres de España, ni el pasado ha muerto / ni está el mañana -ni el ayer- escrito".

La esperanza de Laín va más cargada de cautelas, salvedades y reservas, pues no en balde el Occidente y su sistema de valores se han ido deteriorando desde los años en que Machado escribía su poema. Laín tiene esperanza en Europa si no se reduce la Comunidad Europea al adjetivo de económica y sabe sentir lo europeo como una misión histórica en todos los campos de la vida, llena de grandeza y digna de sacrificios. Si esa Europa percibe, como Hölderlin, "que allí donde está el peligro surge lo que salva". Laín tiene la esperanza de que así suceda, y como una esperanza cabalga siempre sobre otra, abriga la esperanza de que la gente se convenza del sabio precepto según el cual "la verdadera igualdad consiste en tratar desigualmente las cosas desiguales", esperanza tanto más meritoria en tiempos como los que corren en que la nivelación universal siega todas las aventuras personales. Porque la identidad de todos conduce, como pensaba el heterodoxo marxista Ernst Bloch, al soberano aburrimiento.

Coincidiendo con la observación de Apollinaire de "qué lenta es la Vida y qué violenta la Esperanza", se nos encrespa la nuestra al ver cómo a Laín no le dañan sus venerables anos para seguir dando claros, cultos y enriquecedores cursos de la calidad del que motiva este comentario. Nunca actuó él arrastrado por un pasado imperativo, sino ilusionado por un futuro imprevisible, pero al considerarse "heredero fiel de aquel admirable proyecto de reforma de nuestra vida histórica -el logro de una España en buena salud, bien vertebrada y en pie propuesto por la generación de 1914", proyecto aún no satisfactoriamente realizado y que, con las adiciones y enmiendas que el paso del tiempo ha hecho ineludibles, sigue, a su juicio, vigente, Laín guarda la esperanza de que "surja la voluntad reformadora, la inteligencia, la ejemplaridad moral y el firme empeño en llevarlo adelante". El mismo ha contribuido largamente a que ese proyecto permanezca en el horizonte de la esperanza española.

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