Tribuna:

Frente a la violación

La tristeza es una enfermedad que envenena el cuerpo y el alma. Las mujeres hemos vivido en carne propia una representación de lo sucedido a las adolescentes de Alcásser y, durante días y noches, no nos la hemos podido quitar de encima: ha contaminado nuestros amores y ha obsesionado nuestros discursos. A este dolor se ha unido la desorientación provocada por algunas voces reclamando justicia y solicitando cambios en el Código Penal (cadena perpetua, pena de muerte). ¿Qué pensar cuando la venganza es, en ocasiones, el trago menos amargo?No creo, sin embargo, que se trate de endurecer la ley. E...

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La tristeza es una enfermedad que envenena el cuerpo y el alma. Las mujeres hemos vivido en carne propia una representación de lo sucedido a las adolescentes de Alcásser y, durante días y noches, no nos la hemos podido quitar de encima: ha contaminado nuestros amores y ha obsesionado nuestros discursos. A este dolor se ha unido la desorientación provocada por algunas voces reclamando justicia y solicitando cambios en el Código Penal (cadena perpetua, pena de muerte). ¿Qué pensar cuando la venganza es, en ocasiones, el trago menos amargo?No creo, sin embargo, que se trate de endurecer la ley. El castigo es necesario, no tanto por sus virtudes sociales de reinserción, sino por el restablecimiento de un cierto equilibrio. Pero hay que tener en cuenta que la cárcel ya es castigo suficiente para grandes criminales. Nadie puede engañarse sobre lo que esta institución significa: no la ausencia de libertad (de movimientos, de residencia) que abiertamente proclama, sino el sometimiento arbitrario a la voluntad de un sistema que reglamenta la vida del preso hasta el mínimo detalle. A los presos se les paga su injusticia con el tratamiento injusto de la obediencia a sus guardianes. El sistema judicial haría algo positivo si demostrara más imaginación a la hora de pensar en el castigo, y no fuera tan monocorde: la cárcel para todos -la única diferencia es la longitud de las condenas-, tanto para el pequeño ladrón, el gran estafador, el camello, el violador, el criminal, la prostituta, el extranjero indocumentado, el insumiso o el terrorista. No a todos habría que pagarles con la misma moneda, con la sumisión obligatoria, porque no todos merecen sufrir tamaña demostración de lo que es la injusticia, y casi todos aprenden de esa injusticia a ser más injustos.

La insistencia en la pena de muerte pone de relieve una concepción equivocada del mal que nos aqueja. Nuestra sociedad condena las actitudes racistas de gesto o de palabra porque las identifica como el germen de algunos crímenes contra las personas. Pero ¿acaso no existe la misma relación entre el insulto "¡sucio negro!" y el asesinato de alguien por el color de su piel que la que hay entre el decir "¡tía buena!" y la violación? Quienes reclaman la pena de muerte piensan en soluciones quirúrgicas porque sostienen la idea de un cuerpo social con partes podridas. No ven o no quieren ver que el sexismo es el aire que respiramos, es un rasgo cultural sobre el que reposan las acciones consideradas más normales. Haría falta una revolución cultural, espiritual, para cambiar el fundamento de nuestra forma de vida y hacer impensables las actitudes machistas, las palabras vejatorias sobre o hacia las mujeres, los gestos del varón-cazador en busca de su presa o los sentimientos de grandeza que de manera exclusiva afectan a los varones.

Las violaciones son la parte más visible de la continua manipulación, comparación, escrutamiento y cuantificación que se lleva a cabo con los cuerpos de las mujeres por parte de los varones. Existe un acoso verbal y material que a ellos y a muchas mujeres jóvenes les parece juego inocente, mientras que a las mujeres viejas -grandes escépticas, como decía Nietzsche- ya, no nos puede engañar. En los lugares en los que se enseña a los jóvenes a ser miembros de la tribu de los varones -en el ejército, en los clubes deportivos, en los bares, etcétera- se fomenta el acoso sexual a las mujeres como parte esencial del rito de iniciación. Afortunadamente existen barreras, y la parte más brutal de esas prácticas es sólo fantasía que no pasa del nivel verbal. Pero el hecho de que ningún varón se avergüence de jactarse ante otros hombres de lo que ha hecho o desearía hacerle a ésta o aquella mujer o el hecho de que pocos varones muestren desprecio ante esas actitudes es gravísimo porque las barreras pueden desaparecer como efecto de múltiples causas -entre las que se encuentra, por ejemplo, la certeza en la impunidad, como demuestran las violaciones masivas en Bosnia-. Entonces viene el horror, y un sentimiento mayoritario de condena, y la búsqueda de la expiación en la creencia de que no hay más culpable que el autor material de los hechos. Se ignora entonces la cadena de necesidad que une lo que es realizable porque es posible y lo que es posible porque pensable.

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Antes y después de que las violaciones sean castigadas, las mujeres seguirnos teniendo cuidado en las calles, en los transportes, en los lugares de trabajo y hasta en nuestras mismas casas para no ser objeto del trato indigno al que los hombres, con los que convivimos, a menudo nos tienen acostumbradas. Claro que aumenta el miedo cuando sabes que hay individuos que pueden cometer atrocidades como las que sufrieron las adolescentes de Alcásser, pero no hay que olvidar que el que nos asusta a diario, el que dice algo profundamente vejatorio para las mujeres, el que acerca su cuerpo al nuestro sin nuestro consentimiento, el que delante de sus amigos o compañeros relata cómo él nos "pasaría por la piedra", ése no es' más que un pacífico ciudadano.

es filósofa.

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