Una mujer desdichada

La historia de Lucrecia Pérez, cuyo cadáver fue recibido ayer en la capital dominicana por el embajador de España, Manuel Luna, y por el alcalde de Santo Domingo, Rafael Corporán de los Santos, es la de una mujer desdichada.Se casó con un hombre más pobre que ella y vivió toda su vida sin recursos y esforzándose en salir de la miseria para dar de comer a su hija Kenia, hoy de seis años. Sufrió la pérdida de seis hijos en igual número de malogrados partos y su vida ha terminado como la comenzó: en tragedia. "Era una mujer infeliz", comentan hoy, entre sollozos sus convecinos de Vicente N...

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La historia de Lucrecia Pérez, cuyo cadáver fue recibido ayer en la capital dominicana por el embajador de España, Manuel Luna, y por el alcalde de Santo Domingo, Rafael Corporán de los Santos, es la de una mujer desdichada.Se casó con un hombre más pobre que ella y vivió toda su vida sin recursos y esforzándose en salir de la miseria para dar de comer a su hija Kenia, hoy de seis años. Sufrió la pérdida de seis hijos en igual número de malogrados partos y su vida ha terminado como la comenzó: en tragedia. "Era una mujer infeliz", comentan hoy, entre sollozos sus convecinos de Vicente Noble.

Lucrecia Pérez, de 33 años, nació en el seno de una familia numerosa de 16 hermanos, de los que sobrevivieron sólo nueve. Su padre y su madre, ya fallecidos, trabajaron toda la vida de jornaleros. Fue tan desgraciada que, cuando se vino a España, no pudo siquiera despedirse de su marido. Desde hacía días esperaba, con la maleta hecha, la llamada del traficante. Ésta llegó una mañana, con prisas y con la complicidad de lo clandestino, mientras que Víctor Trinidad, su marido, trabajaba en el campo recogiendo tomates. Lucrecia salió corriendo y no dijo adiós. Trinidad, con resignación, se dio por autodespedido. Al fin y al cabo, era un riesgo que corría a cambio de satisfacer ese sueño con el que esperaba salir de la miseria.

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Sólo Kenia, conocida familiarmente como la Abejita y entregada a la custodia de una vecina, pudo darle su último beso en vida. Anoche Kenia, con el rostro entristecido y sin mediar palabra desde que conoció la muerte de su madre, esperaba impaciente la llegada del féretro. Quería besarla de nuevo.

Jamás Lucrecia, su marido y Kenia disfrutaron de nada especial. Ni siquiera tenían un televisor. Vivían en el pueblo en una casa de mampostería, sin más muebles que una maltrecha cama matrimonial y una mesa donde comer. El único lujo que se permitían eran dos mecedoras que solían instalar en el soportal de la casa para descansar al atardecer.

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