Tribuna:

Otras Europas

El Tratado de Maastricht se basa en un acuerdo muy simple. Por una parte, las naciones europeas han pretendido -casi con desesperación- diseñar una arquitectura unificadora que mantenga ligada la nueva Alemania a la Comunidad Europea una vez desaparecido el régimen bipolar. A cambio, Alemania exige que toda Europa se adecue a su política monetaria. Firmar el Tratado de Maastricht significa simplemente que la política europea dependerá de las decisiones de política interna de Alemania. Después de Maastricht, el interés nacional alemán coincidirá con la idea de formar una unión política y...

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El Tratado de Maastricht se basa en un acuerdo muy simple. Por una parte, las naciones europeas han pretendido -casi con desesperación- diseñar una arquitectura unificadora que mantenga ligada la nueva Alemania a la Comunidad Europea una vez desaparecido el régimen bipolar. A cambio, Alemania exige que toda Europa se adecue a su política monetaria. Firmar el Tratado de Maastricht significa simplemente que la política europea dependerá de las decisiones de política interna de Alemania. Después de Maastricht, el interés nacional alemán coincidirá con la idea de formar una unión política y monetaria europea en tanto que área de dominio del marco. Pero para los restantes países europeos este tipo de Europa ya no responde a sus intereses nacionales.La nueva paz germánica conlleva, de hecho, más desventajas que ventajas para sus socios europeos. En primer lugar, la economía de Italia, España y el Reino Unido necesitan disponer de una flexibilidad mucho mayor que la que le permiten las directrices de la política deflacionaria que caracteriza estructuralmente a Alemania. Ello no significa que estas economías sean menos capaces. Quiere decir simplemente que necesitan gozar de una mayor flexibilidad en su toma de decisiones para equilibrar en cada momento los aspectos monetarios con los relativos al paro y al estímulo del desarrollo. En concreto, España e Italia cuentan con capacidad económica suficiente para transformarse en el Japón de Europa si gozan de libertad para contener el desempleo y redefinir la estabilidad de su estructura económica. Pero su participación en el nuevo imperio alemán no permitirá a estas dos naciones hacer aquello que responde a sus intereses nacionales. Se verán obligadas a practicar sendas políticas restrictivas que reducirán la vitalidad de su potencial económico. Maastricht, de hecho, significa más paro y menos incentivos al desarrollo durante al menos cinco años. Es estúpido adherirse a un tratado que puede provocar pobreza en vez de riqueza. Y parte de esta estupidez reside en aceptar un orden germánico que piensa tan sólo en sí mismo, sin apenas fantasía ni flexibilidad.

El lector no debe perder de vista que España, Italia y el Reino Unido se han visto obligados a devaluar su moneda principalmente porque los representantes de los länder que integran el consejo del Bundesbank han pretendido privilegiar, con un espíritu típicamente provinciano, una política a corto plazo para reforzar el marco, incluso sospechando que con ello han puesto en peligro no sólo a Europa, sino también el destino económico de la propia Alemania a medio plazo (la estructura económica de Alemania, de hecho, es mucho menos sólida de lo que, extrañamente, se cree).

La reciente crisis monetaria podría haberse evitado con bastante facilidad. Hubiera bastado crear un fondo europeo de estabilidad monetaria basado en tasas monetarias compatibles para todos. Pero ello hubiera implicado una gestión comunitaria de los problemas internos alemanes. Y los alemanes rechazan una gestión europea de su crisis interna, provocada por el repunte inflacionario creado por los enormes costes de la reconstrucción de Alemania Oriental. Estos alemanes que razonan contemplando primero la punta de sus zapatos y luego a su alrededor son, de hecho, enemigos. Enemigos no porque sean malvados, sino simplemente porque razonan en términos provincianos, sin la flexibilidad necesaria para actuar como sujetos importantes en las relaciones internacionales (lo mismo, y quizá peor, debe decirse de Francia, cuyo comportamiento filoalemán, en la ilusión un poco estúpida de participar en la cogestión del imperio germano, ha impedido un mayor equilibrio de los poderes intraeuropeos).

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En resumen, la unión europea con esta Alemania es, imposible debido a los costes sociales y económicos que crea, y creará a cargo de todos los demás. Pero, afortunadamente, otras Europas son posibles. Invitamos al lector a contemplar al menos dos de ellas.

1. Maastricht 2. Un nuevo tratado sobre la integración europea podría conllevar la creación inmediata de un Banco Central Europeo de Compensación. Este organismo debería tener poder de veto sobre las políticas nacionales divergentes con los intereses comunes. A este organismo debería asociarse un Fondo Especial de Desarrollo Europeo capaz de convertirse en un nuevo Plan Marshall para favorecer la convergencia económica de la Comunidad. Sendos organismos deberían funcionar mediante un régimen anticipador de la unificación monetaria europea creando un ecu 2 con un valor directo en el mercado monetario. Esta nueva moneda podría garantizarse mediante un régimen especial de sostenimiento y, por tanto, convertirse en un instrumento para crear capital en régimen de deuda sin provocar un impacto directo sobre la inflación expresada en monedas nacionales. Estas medidas restarían protagonismo al área del marco y vincularían Alemania a un régimen abierto de participación europea. Lo cual sería racional incluso para la propia Alemania, en tanto que Europa podría asumir directamente los costes de Alemania Oriental sin tener que hacerlo indirectamente y en forma un tanto desordenada, como ocurre ahora, mediante la revalorización del marco.

Un Maastricht 2 en estos términos daría más espacio a la Europa social y más flexibilidad a la política económica. A través de esta variante, la integración europea puede volver a ser aceptable para todos (pero Alemania debe renunciar a buena parte de su soberanía nacional).

2. Adhesión al área del libre cambio. Otra opción posible, en el caso de que fallara la anterior, consistiría en la creación de un tratado de adhesión separado por parte de España, Italia, el Reino Unido y otros países europeos al área de libre cambio de América del Norte que por ahora comprende a México, Estados Unidos y Canadá. Esta área, concebida inicialmente por Estados Unidos en clave antialemana, podría ampliarse con posibles adhesiones de países latinoamericanos (Chile, por ejemplo), asiáticos (Nueva Zelanda) y de la propia Europa (algunas naciones del Este). Esta ampliación no deja de ser por ahora teórica. Pero una eventual señal de interés en esta iniciativa por parte de países de Europa occidental podría transformarla en una alternativa factible a la Europa alemana. Los puntos fuertes de esta área internacional de intercambio serían la libre circulación de personas y mercancías en un espacio económico mucho más amplio que el europeo y el acceso privilegiado al mercado interno estadounidense. Y, además, el mercado único europeo podría coexistir con esta área. Para Alemania y Japón, la formación de un mercado así estructurado constituiría un enorme problema cuya resolución habría de pasar por la renegociación de su posición global en el mercado internacional.

En síntesis, existe la posibilidad política de obligar a Alemania (y a Francia) a razonar de forma positiva y, realmente europea bien en base a soluciones constructivas intraeuropeas, bien en términos de alternativas extraeuropeas, aunque sólo sea como fuerza disuasoria. Renegociar sobre esta base la esperanza común de desarrollo es tan sólo cuestión de coraje.

Carlo Pelanda es profesor de Escenarios Estratégicos en la Universidad LUISS de Roma.

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