Tribuna:

Amigo / 3

Tenía que estar muerto varias veces Raúl del Pozo, este Robin Hood de Cuenca, pero en el instante en que lo han ido a colgar sentado en el caballo siempre ha habido alguien que ha disparado ,a la soga y el periodista ha huido cabalgando hacia el café Gijón. Es un personaje literario hasta lo más blando del hueso: cuando pierde en el casino parece un Dostoievski con la lengua de ceniza ha o la niebla de Torrelodones; si triunfa en un garito saca el pecho de vaquero y entonces se olvida de Ulises y prefiere ser un John Wayne que hace flamear los adjetivos a modo de banderas. A pesar de todo, su ...

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Tenía que estar muerto varias veces Raúl del Pozo, este Robin Hood de Cuenca, pero en el instante en que lo han ido a colgar sentado en el caballo siempre ha habido alguien que ha disparado ,a la soga y el periodista ha huido cabalgando hacia el café Gijón. Es un personaje literario hasta lo más blando del hueso: cuando pierde en el casino parece un Dostoievski con la lengua de ceniza ha o la niebla de Torrelodones; si triunfa en un garito saca el pecho de vaquero y entonces se olvida de Ulises y prefiere ser un John Wayne que hace flamear los adjetivos a modo de banderas. A pesar de todo, su mejor arma es el insulto: nadie como Raúl del Pozo está dotado para convertir el agravio en una media verónica ni el elogio en un descabello. A veces liga ambas suertes en un mismo párrafo, y esa forma de trotar con suma brillantez sobre las cabezas de los políticos ha sido elevada sólo por él a estilo o gracia. Por ese turbión justiciero que se le instala en el cerebro según la luna tenía que estar muerto si la suerte que acompaña a los garduños no fuera su aliada. En los días más duros del franquismo se lió a golpes con el famoso policía Billy el Niño por defender a un barquillero de la Gran Vía, y salir indemne de ese lance es más dificil que escribir una oda de Homero. Fue un periodista emblemático en las noches de la transición, que se componían de libertad y miedo, de amor y pelotas de goma. Era infinita la agonía de Franco y el espejo cóncavo de ese callejón del Gato hacía guapos a todos los comunistas: Raúl del Pozo estaba dentro del humo de los cafés literarios junto con otras siluetas de pícaros, poetas malditos y ninfas rotas; entre ellos utilizaba ese marxismo epicúreo que no olvida los placeres que le son debidos al hombre. Y por mucho que el asfalto se le haya metido en la sangre nunca dejó de tener ese aire silvestre que le viene de una infancia en el monte. Aún ahora Raúl del Pozo es un comandante de sí mismo: excitado por el fulgor de sus palabras, asustado al verlas convertidas en un látigo.

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