Tribuna:

Mis amigos-1

Todo lo que sé en esta vida lo he aprendido de la Biblia, de los clásicos griegos, de Shakespeare y de Tito Fernández. Mi amigo es capaz de recitar de memoria la Eneida de Virgilio, y a veces, camino del casino, le pido que lo haga: él saca la cabeza por la ventanilla del taxi y, mirando las breñas de la sierra, declama los amores de la reina Dido que fluyen en el canto IV. De ahí pasa directamente a contar algo gracioso de gitanos del Corral de la Morería, pero yo no lo admiro por eso, sino por su manera de llevar una camisa color pimiento sin que se note. Come muchos pasteles, lo cual...

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Todo lo que sé en esta vida lo he aprendido de la Biblia, de los clásicos griegos, de Shakespeare y de Tito Fernández. Mi amigo es capaz de recitar de memoria la Eneida de Virgilio, y a veces, camino del casino, le pido que lo haga: él saca la cabeza por la ventanilla del taxi y, mirando las breñas de la sierra, declama los amores de la reina Dido que fluyen en el canto IV. De ahí pasa directamente a contar algo gracioso de gitanos del Corral de la Morería, pero yo no lo admiro por eso, sino por su manera de llevar una camisa color pimiento sin que se note. Come muchos pasteles, lo cual es bueno para el cerebro, y dentro de ese nivel de glucosa que rige su lógica tiene acumulada una extraña sabiduría: conoce la historia de la amante coja de un obispo que se jugaba el dinero del cepillo al frontón, se sabe el árbol genealógico de todos los pícaros, carteristas, burladores, homicidas y otros reyes del patio de Carabanchel; entiende de cómicos derrotados, de viudas de general que han vendido el sable para ir al bingo, de famosas estrellas del cabaré que ahora son castañeras. Le excitan los fracasos, se adapta a los triunfadores abrazándoles fingidamente desde los riñones a las paletillas: de este conocimiento directo del alma humana y de sus miserias hace Tito Fernández una obra de arte en la tertulia donde reina. Su narración de la vida cotidiana de los deseos frustrados que llevan en el rostro los seres anónimos que pasan por el ventanal, alcanza a veces la altura de una lección de maestro, y entonces temes levantarte al lavabo porque sabes que tu espalda está a merced de su gracia y de pronto puedes oír una risotada detrás. Hay que aceptar que él descubra ante los amigos una imagen inédita de tu máscara. No hay que leer nada. Algún día Raúl del Pozo y yo, en los papeles de Platón y Jenofonte, le pondremos una sábana encima a Tito Fernández y, dejándole hablar libremente como a un Sócrates de asfalto, tomaremos apuntes para que sus palabras nunca se pierdan y con ellas escribiremos un libro titulado: Vademécum del náufrago.

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