Tribuna:

La mendiga de Leipzig

Se está divinamente sentado en este banco de Thomaskirche -gótico tardío-, sintiéndose abrazado por el aliento de purgatorio que emerge del subsuelo a través de rejillas, mientras un órgano con hospitalidad barroca regala música de Bach ininterrumpidamente, esta mafiana soleada en que los termómetros de las calles marcan siete grados bajo cero, pues también el frío es barroco en Leipzig.Cuando repartieron Alemania, Johann Sebastian Bach quedó de la otra parte; hacía dos siglos que el maestro en el arte de la fuga se había establecido con su familia en esta ciudad, tras obtener el puesto de cha...

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Se está divinamente sentado en este banco de Thomaskirche -gótico tardío-, sintiéndose abrazado por el aliento de purgatorio que emerge del subsuelo a través de rejillas, mientras un órgano con hospitalidad barroca regala música de Bach ininterrumpidamente, esta mafiana soleada en que los termómetros de las calles marcan siete grados bajo cero, pues también el frío es barroco en Leipzig.Cuando repartieron Alemania, Johann Sebastian Bach quedó de la otra parte; hacía dos siglos que el maestro en el arte de la fuga se había establecido con su familia en esta ciudad, tras obtener el puesto de chantre de la Escuela de Santo Tomás y de cantor de su coro; durante casi 30 años aquí vivió, enseñó y compuso lo más importante de su obra; aquí murió, y una escueta lápida con su nombre en el suelo de este altar certifica que abajo están sus huesos.

En la infinita estepa neblinosa que circunda esta ciudad, Napoleón Bonaparte recibió un contundente anticipo de Waterloo: estos campos albergaron la batalla de las naciones -aliados europeos contra imperialismo francés-, en la que cayeron como chinches por ambas partes y que constituyó el más expresivo argumento del ocaso napoleónico. Por estas calles paseó algo Mozart y, por supuesto, mucho Telemann. Lutero vino a presentar su reforma en el templo que ahora ofrece tan buena música y temperatura, y en la universidad celebró un sonado debate. Schiller trabajó aquí en su drama Don Carlos y en la primera versión del Himno a la alegría; un somero museo lo recuerda hoy en la casa que habitó. Y cuando se atraviesa el mágico pasaje Madler, el transeúnte se ve fianqueado a la mitad del trayecto por dos grupos escultóricos en mármol negro, de un naturalismo melodramático, plenos de movimiento y de fuerza. Un Mefistófeles energúmeno, cuya crispación llega a molestar al espectador; tiene a su lado a un abatido, cabizbajo, doctor Fausto. La impertinencia del vociferante demonio encuentra justa réplica en las imprecaciones desgañitadas del estudiante, sujetado por dos conmilitones, que con ello intentan impedir sin duda que la sangre llegue al río Elster. No puede serle indiferente al paseante que atraviesa ese fuego cruzado de rencores la fuerza magnética que desprenden dichas figuras; su presencia recuerda que allí estuvo la taberna de Auerbach, en cuyas ilustradas paredes conoció Goethe -estudiante de leyes en Leipzig- la existencia de un tal doctor Fausto, quien, según la leyenda, había vendido al diablo su alma, a cambio de una juventud de eternidad ilusoria. De modo que fue en esta ciudad donde el joven genio comenzó a darle vueltas a una historia que le ocuparía toda su existencia y también donde se inició como escritor. Hoy en ese punto hay un restaurante por el que se puede descender a los deleitosos infiernos del sótano que visitó muchas noches un vital y. enamoradizo Goethe.

Tan fascinantes convergencias bastarían por sí solas para hacer de Lcipzig una ciudad mítica, además de paradigmática. Uno de esos núcleos que inevitablemente guardan en su seno la clave de la historia cultural europea de varios siglos.

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Debió de ger una ciudadmuseo total, con mucho encanto, antes de que las bombas de los otros aliados, los de 1940, la destrozaran parcialmente, como ocurrió con muchas ciudades alemanas. Entre aquellas piedras cayó su universidad, una joya renacentista del siglo XV, que fue durante mucho tiempo centro intelectual del país; sobre sus escombros se levantó la Universidad Karl Marx, que, lógicamente, ha perdido su nombre tras la reunificación. Pegada a su fachada principal, una verruga alegórico-dantesca en bronce, intitulada Leninismo: marxismo de nuestra época, que ningún cirujano ha sido capaz de extirpar por el momento, debido a las dificultades técnicas que plantea. Es, acaso, el único signo símbolo del ayer inmediato que puede hoy ser localizado en la topografía de esta villa, y ahí pervive irónicamente como un antídoto contra la amnesia, cuando la amnesia se ha convertido para muchos en lenitivo necesario; más ahora, en que los archivos de la Stasi han quedado abiertos a la general curiosidad, y ya se puede comprobar que uno había estado viviendo espiado por su vecino, por el cuñado, por el colega paralelo, por el propio marido o la propia esposa. Miles de kilómetros en legajos de oficina siniestra; todo ese conocimiento de cotillas depredadoras, enriquecido con aportaciones actuales de carácter no estrictamente policial a cargo de instituciones de crédito y otras, será informatizado, con toda seguridad, ante los nuevos tiempos que se prometen de modernización en prosperidad.

Mientras esto llega, los habitantes de Leipzig, ciudad-síntoma de la ex RDA, no nos miran con esa alegría de "al fin libres" que la simpleza del visitante occidental quisiera hallar en sus rostros; tampoco con tristeza exactamente; creo que la palabra que con mayor propiedad cuadra a su estado actual es perplejidad; en ella puede caber tanto la curiosidad como el escepticismo o el cansancio; también un cierto encantamiento; encantamiento en la espera, ¿en la ilusoria espera de un próximo milagro alemán a cargo de algún señor Godot?

Hace tres siglos, libreros de Francfort se vinieron acá, en donde existía mayor apertura de pensamiento, más liberalidad y menos censura. Frosch, uno de los estudiantes del Fausto, en una reunión de alegres compañeros que Goethe sitúa precisamente en la taberna de Auerbach, ya lo dice en uno de esos raptos de noble entusiasmo que suele proporcionar el vino: "No hay para mí ciudad como Leipzig. Es un pequeño París, aquí la gente recibe buena educación".

Y este pequeño París, en donde el aire sabe a veces a lignito -fuente de recurso tradicional-, fue centro del libro alemán hasta la II Guerra Mundial. Hoy, cuando las editoriales estatales han dejado de funcionar, el escritor parece que no tiene donde caerse muerto; también los traductores se quejan de que no pueden publicar sus trabajos. Unos y otros aguardan a que los de Francfort vuelvan, como antaño, y les pongan en movimiento. Sí, hay cosas que han dejado de funcionar y, no obstante, aquí funciona todo cuanto funciona. Implacablemente. Existe orden y existe concierto: sus pobladores son alemanes. Como no podía ser menos, también funciona el tópico. Rumania, Polonia, Bulgaria, las repúblicas de la extinta URSS... se significan como incógnitas dolientes. La ex RDA, no. En la espera, estos otros parientes pobres llenan sus horarios con un activismo impertérrito, como si nada hubiera pasado, se esmeran en que todo parezca menos destartalado de lo que en realidad es.

Se han empezado a revocar fachadas de edificios antiguos, muy castigadas por la contaminación del lignito; algún día -se supone- llegará también la cicatrización de baches y renovación de firmes de las carreteras, la metamorfosis del paisaje fabril y rural, que, tal cual hoy está, podría servir como decorado natural para rodar una película de nazis.

Se puede demorar la modernización del tejido industrial; en cambio, el mercader madrugador del Oeste ha procurado que no falte toda una avanzadilla de tiendas de electrodomésticos y de vídeos, de ropa deportiva, de objetos de regalo y de menaje para el hogar. últimos diseños. Tras 25 años de pertinaz ideología, sobreviene el periodo histórico del diseño a ultranza. La nueva era parece que está pidiendo a gritos la sustitución de los Ladas por los BMW, de los abrigos gris tormenta por los delicados quisquilla y lila de los atavíos de buen corte y mejor paño que cubren las gentiles carnes de los vecinos más prósperos de al lado, quienes de vez en cuando se dejan ver por estas calles, no se sabe si como reclamo de bienestar o como mera provocación. De momento, el parque automovilístico se mantiene en su modestia proverbial, lo que augura, dichosamente, larga vida a los tranvías y un tráfico decente.

También han comenzado a llegar camellos, ya florecen algunos yonquis, y una banda armada ha atracado al mediodía, a la manera de Chicago años treinta, el principal banco de la ciudad, pues el proceso homogeneizador de la unificación no en todos los aspectos se muestra perezoso.

"Tenemos cosas, pero poco dinero; y esas cosas que nos traen y nos ponen en los escaparates son caras para nosotros", se queja un matrimonio de profesores universitarios, procurando que su lamento no sobrepase los límites del decoro. Nunca falta gente mirando esos escaparates. Familias enteras, guarecidas con pasamontañas, celebran animados coloquios ante las tiendas de vídeos y equipos de sonido, los bienes, al parecer, más codiciados.

A la salida de Thomaskirche, una anciana pulcra pide limosna con buenos modales y mucha dignidad; esto es: sin insistir. Después, se repliega al sitio de donde ha salido: la estatua de Juan Sebastián, que a la sombra de dos espléndidos tilos da la espalda a la iglesia en donde tanta cantata interpretó y mira permanentemente la Casa Bose, convertida en el Museo Bach. Amorosamente, la mendiga abraza el pedestal y recuesta su cabeza en los pies del compositor como si un profundo vínculo les uniera. Descartemos que se trata de una loca. En este rincón recoleto que sin dificultad transporta al siglo XVIII, surge con facilidad la convicción, más que la sospecha, de que tan venerable anciana es Anna Magdalena reencarnada, segunda esposa del maestro, quien vivió los últimos años de su vida gracias a las limosnas: esta ciudad fáustica dejó morir en la miseria más absoluta a la viuda de su vecino genial.

Sería expuesto afirmar que Anna Magdalena es hoy la única mendiga censada por este Ayuntamiento.

es periodista y escritor.

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