Tribuna:

El declive de lo público

El hecho es que, sin alternativa a la vista, la civilización occidental parece todavía muy capaz de cumplir sus objetivos de expansión universal. Para los que han cifrado en el comunismo el único peligro real de barbarie, su desplome, tan rápido como inesperado, comportó un gran alivio, seguros ya de que la amenaza mayor se habría evaporado. Pero, para asombro general, en pocos meses se ha desvanecido la ilusión de que por fin el mundo habría recuperado su curso natural de progreso con el triunfo de los mejores. Una vez desprendidos de la camisa de fuerza que a los dos bloques imponía el enfre...

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El hecho es que, sin alternativa a la vista, la civilización occidental parece todavía muy capaz de cumplir sus objetivos de expansión universal. Para los que han cifrado en el comunismo el único peligro real de barbarie, su desplome, tan rápido como inesperado, comportó un gran alivio, seguros ya de que la amenaza mayor se habría evaporado. Pero, para asombro general, en pocos meses se ha desvanecido la ilusión de que por fin el mundo habría recuperado su curso natural de progreso con el triunfo de los mejores. Una vez desprendidos de la camisa de fuerza que a los dos bloques imponía el enfrentamiento, los problemas han emergido con la mayor virulencia. El "nuevo orden internacional", que ha sucedido a la polaridad antagónica de dos centros de poder, se está revelando un caos del que sólo queda en claro un alto grado de incertidumbre.Desde una cultura extracuropea se está tentado a identificar la barbarie con la civilización occidental. Así lo hacían prestigiosos intelectuales hindúes en una discusión pública, mantenida recientemente en Berlín, dentro de la cual, con toda razón, incluían al desmoronado comunismo. No faltan occidentales, y cada vez en mayor número, que comparten la misma opinión. La salvación de la humanidad consistiría en que una de las grandes culturas no europeas lograse imponerse. Las conversiones al budismo, al hinduismo, al islamismo están a la orden del día.

Para los que consideramos que uno de los rasgos definitorios de lo europeo es precisamente su capacidad de abrirse a otras culturas, lejos de sentir esa tendencia como una amenaza, nos congratulamos por ella. Al contrario, lo que nos agobia es la intolerancia creciente frente a las culturas foráneas de que están dando muestra . los pueblos europeos que considerábamos más cultos. En un planeta que la técnica ha convertido en minúsculo, la convivencia pacífica de culturas diferentes, destinadas a complementarse hasta acabar por fusionarse, es condición de sobrevivencia.

Comprendo un rechazo frontal de la civilización europea por parte de las grandes culturas extraeuropeas, al fin y al cabo en lucha por conservar su propia identidad. El colonialismo ha dejado heridas muy profundas de las que apenas se han rehecho. La actitud antioccidental de las élites africanas y asiáticas es uno de los cambios más significativos de los últimos lustros, preñado de enormes consecuencias, que sigue pasando inadvertido, o por lo menos ante el que no se reacciona de manera conveniente. Porque, si hay un fundamentalismo fanático, éste es el occidental, convencido de la superioridad de su cultura en todos los campos.

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Digo que lo comprendo, pero no lo comparto. Porque así como distinguimos entre el islamismo y sus formas integristas, de la misma manera hay que diferenciar el fundamentalismo occidental -que ha desarrollado hasta el paroxismo la población europea que ha vivido y sobre todo la que todavía vive en los continentes colonizados, y que ahora, para nuestra desgracia, parece que se está trasladando a las metrópolis- de la cultura occidental, cuya principal virtud consiste precisamente en haber inventado una buena cantidad de antídotos contra el integrismo. La cultura occidental, como Jano, tiene una. cabeza integrista, pero también otra capaz de diluir cualquier fundamentalismo.

No creo que sea justa una condena de la civilización occidental en su conjunto, perol además, tampoco es operativa, ya que es la que domina al mundo y tiene visos de seguir haciéndolo en el futuro previsible. Si hacemos coincidir la barbarie con la civilización occidental -lo que estando fuera puede servir para robustecerse- desde dentro, en cambio, elimina cualquier posibilidad de reacción. Después de la experiencia de este siglo trágico, pocos se inclinarán por inventarse alternativas utópicas globales: la realización de la utopía se ha revelado también una forma de barbarie. Habrá que partir de la civilización occidental, sin sacralizarla pero tampoco satanizarla, con el fin de detectar los factores que producen barbarie.

Entre los más temibles, ya nos hemos topado con el fundamentalismo occidental. Mucho depende de que seamos capaces de percibirlo en sus muy variadas formas, así como de que consigamos poner en marcha una estrategia adecuada para controlarlo, sobre todo en el tiempo que se aproxima de inmigraciones masivas hacia Europa: hasta ahora éramos los europeos los que emigrábamos en todas las direcciones.

Junto al fundamentalismo que arrastra nuestra cultura, importa mencionar un segundo factor, muy ligado a él, que suele pasar inadvertido y que, si estoy en lo cierto, es todavía más peligroso: me refiero a la paulatina desaparición de lo público, absorbido, bien por lo estatal, bien por lo privado.

Lo que constituye a la "sociedad burguesa", o, si se prefiere, "sociedad civil", y que surge en Europa con la modernidad, es una dimensión pública, entre el medio familiar-tradicional y el estatal-absolutista. Dimensión tan poco desarrollada en la sociedad española que no disponemos ni siquiera de término específico para designarla. La noción de "publicidad", circunstancia de ser una cosa pública, ha terminado por encogerse de tal modo en español que su uso ha quedado reducido al lenguaje del marketing. La "opinión pública", por otro lado, es sólo un aspecto que se inscribe en esta dimensión pública de la vida social. Tal vez donde mejor se mantenga sea en el concepto de "publicista", el que escribe para el "público".

Hay "publicidad" donde se ha constituido como sujeto social un "público". De lo primero que se pudo hablar libremente en la Europa moderna fue de literatura: primero de poesía, luego de teatro -que encierra ya al "público" en un espacio- y por fin, de novelas, géneros que fueron creando sus "públicos". La Ilustración lo amplía a la filosofía y, dentro de este ámbito, lo extiende a las cuestiones políticas. Sin esta dimensión pública de la vida social terminarían por desmoronarse los vínculos, cada vez más frágiles, que nos unen a la Ilustración.

Pues bien, una de las causas principales de la barbarie que divisamos en el horizonte tiene su origen en la eliminación paulatina de la dimensión meramente pública de la vida social, absorbida, por un lado, por el Estado, hasta el punto de que lo público termina por confudirse con lo estatal, y, por otro, por lo privado, que llega a considerarse tal todo lo que no encaje en la órbita público-estatal.

En un esquema bipolar que contraponga lo "público-estatal" a lo "privado" no puede ni siquiera plantearse cuando menos buscar vías de solución a los problemas de la sociedad contemporánea. Como mínimo se requiere diferenciar tres dimensiones, lo privado, lo público, y lo estatal, y dentro de cada una de ellas es preciso distinguir una variada gama. Así lo estatal puede referirse a los municipios, a las autonomías o regiones, al Estado propiamente dicho o a las formas políticas que empieza a crear la Europa comunitaria. Ni que decir tiene que lo privado muestra también muy distintas dimensiones, desde la intimidad más personal e intransferible a la relación de la pareja, a la familia, a las relaciones personales con los amigos, dimensiones todas ellas autónomas, que no vale fundir en un mismo concepto omnicomprensivo de lo privado. También la dimensión pública de la vida colectiva habrá que descomponerla en muy diferentes ramas, según las distintas actividades económicas y profesionales. No es lo mismo un trabajo dependiente que otro autónomo, y, ya dentro de las actividades profesionales que mejor conservan el marchamo público, conviene distinguir entre la de un notario y la de un banquero, la de un eclesiástico y la de un sindicalista, la de un profesor o un periodista y la de un intelectual. En el sentido más amplio, una buena parte de la actividad laboral y profesional de cada uno pertenece, o debería pertenecer, a esta dimensión pública de la existencia.

La barbarie que nos amenaza en buena medida tiene su origen en la desaparición progresiva de la dimensión pública de la vida colectiva. En el comunismo, todo lo público, incluso en una acepción maximalista que llegó a integrar a gran parte de lo privado, quedó absorbido por el Estado: en la estatalización de la vida pública y buena parte de la privada consiste la barbarie comunista. El capitalismo duro y puro elimina de igual forma la dimensión pública de la vida social, al privatizarla. En la privatización de lo público consiste la barbarie que comporta el capitalismo. Cierto que el "realmente existente", surgido a la vez que la "sociedad civil" o "burguesa", no ha podido privatizar por completo esta dimensión. Así el trabajo obtuvo y conserva, gracias a los sindicatos, una dimensión pública, con un precio político que no marca el mercado, sino que resulta de la fuerza que tenga el movimiento obrero y de la intervención mediadora del Estado, que, entre otros mecanismos, establece los salarios mínimos. Me temo que como reacción a los males del estatalismo, en este proceso de privatización de lo público que nos invade, salgamos de Guatemala para entrar en Guatepeor.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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