Editorial:

¿Qué hacer con HB,?

UNA DE las señas que diferencian a la democracia de los sistemas totalitarios es su reconocimiento de que no dispone de soluciones acabadas para todos y cada uno de los problemas y que está atravesada por contradicciones de dificíl superación. Una de éstas es la utilización que de sus posibilidades y garantías jurídicas hacen grupos y personas cuyo objetivo es acabar con la democracia. Ocurre en todas las sociedades abiertas. Esa contradicción deriva, a su vez, de la existente entre su obligación de cerrar el paso a los enemigos de la libertad y su voluntad de integrar y ganar para la causa de...

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UNA DE las señas que diferencian a la democracia de los sistemas totalitarios es su reconocimiento de que no dispone de soluciones acabadas para todos y cada uno de los problemas y que está atravesada por contradicciones de dificíl superación. Una de éstas es la utilización que de sus posibilidades y garantías jurídicas hacen grupos y personas cuyo objetivo es acabar con la democracia. Ocurre en todas las sociedades abiertas. Esa contradicción deriva, a su vez, de la existente entre su obligación de cerrar el paso a los enemigos de la libertad y su voluntad de integrar y ganar para la causa democrática a las fuerzas antisistema. Se trata de un dilema que no permite respuestas rotundas. En cada caso habrá que buscar, con inteligencia, el equilibrio más conveniente. Es lo que ahora se plantea en tomo a Herri Batasuna (HB).La ley establece que los partidos podrán ser disueltos: a) cuando incurran en supuestos tipificados como de asociación ilícita en el Código Penal; b) cuando su organización o actividades sean contrarias a los principios democráticos. La posibilidad de deslegalizar a HB, por tanto, existe, y plantearlo no es metafisica. Pero que sea posible no significa que sea obligatorio. La decisión depende de factores bastante complejos. No es lo mismo negarse a legalizar a un partido recién nacido que deslegalizar a uno que lleva años participando en las elecciones y que ayer mismo congregó a miles de seguidores en Bilbao. Pero también puede argüirse que ha sido precisamente la tolerancia con los intolerantes lo que ha hecho posibleque muchos pusilánimes basculen del lado de estos últimos. No podemos saber a ciencia cierta si la disolución de HB resultaría favorable o contraria al objetivo de restar apoyos a los terroristas y debilitar a ETA. Existen dudas al respecto, pero el hecho de que los partidos democráticos vascos se muestren más bien reticentes es un criterio de indudable peso.

Algunos juristas han subrayado además la dificultad de plasmar en la práctica esa disolución. Habría que acreditar la existencia de vinculación entre las conductas delíctivas individuales de sus miembros, incluso si son dirigentes, y la actividad orgánica del partido en cuanto tal. No basta la convicción moral de que ello es así, y probarlo puede resultar complicado. Sobre todo podría desviar la atención hacia debates ajenos al asunto, y tal vez dividir a las fuerzas democráticas. E incluso podría tener efectos desmoralizadores para la ciudadanía si, por esa dificultad objetiva, los propios tribunales concluyeran, tras intentarlo, que no procede la disolución.

Por el momento, pues, más útil que una iniciativa drástica de ese género parece identificar aquellas decisiones sobre las que existe un amplio acuerdo, y aplicarlas con determinación. En el terreno de la opinión, acabar de una vez con los discursos sobre las "causas profundas" del terrorismo o la necesidad de hallar «salidas imaginativas" al mismo, que los pistoleros interpretan como una legitimación indirecta de su actividad y una invitación a perseverar en ella. Y en el terreno judicial, acabar con esa sensación de impunidad que rodea las acciones, desplantes y amenazas de Herri Batasuna, cuyos efectos desmoralizadores en la ciudadanía son demoledores. Ello implica perseguir sin contemplaciones esas actividades delictivas individuales de núembros de HB o su entorno.

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Podría decirse que ya se hace así. Pero no es cierto. A la hora de la verdad, casi siempre han primado consideraciones diferentes a la de evitar la impunidad: la voluntad de integración antes aludida, argumentos de oportunidad política -evitar darles la baza del victimismo en vísperas de unas elecciones, por ejemplo-, la expectativa de unas negociaciones con ETA. Esa actitud ha sido visible tanto entre los partidos, especialmente los nacionalistas, como en algunos sectores judiciales y de los medios de comunicación. Tal vez estuvo justificada en el pasado, pero hoy no cabe llamarse a engaño: acabar con la sensación de impunidad que rodea a quienes han hecho de la amenaza su único discurso es ahora una urgente exigencia democrática. El argumento de la libertad de expresión debe manejarse con prudencia: no es lo mismo servirse de ella para proclamar convicciones ideológicas, por extremistas que sean, que hacerlo para amenazar a rivales políticos, amedrentar a jueces, presionar a empresarios o achantar a informadores. Eso no es libertad de expresión; es liberticidio.

Por esa sistemática acción judicial, con el apoyo de la sociedad, pasa ahora además el equilibrio entre tolerancia y firmeza frente a los intolerantes que la democracia precisa hallar para sobrevivir. Especialmente si, en nombre de la razón, se renuncia a la solución de la ilegalización a sabiendas de que seguramente sería la que espontáneamente preferiría el corazón de muchos ciudadanos.

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