Tribuna:

Los derechos humanos

"Pese a no poder ofrecer una justificación convincente, me siento bastante seguro afirmando que la parte oscura de la historia del hombre (y con mayor razón de la naturaleza) es mucho más amplia que la clara". Esta profesión de fe, más llena de sentido común que de pesimismo, subyace en toda la concepción de los derechos humanos que expone Norberto Bobbio en La edad de los derechos (editada en castellano por la Fundación Sistema), el libro en que recoge sus ensayos sobre este tema escritos a lo largo de los últimos 25 años. Los derechos humanos son un expediente para aliviar los males s...

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"Pese a no poder ofrecer una justificación convincente, me siento bastante seguro afirmando que la parte oscura de la historia del hombre (y con mayor razón de la naturaleza) es mucho más amplia que la clara". Esta profesión de fe, más llena de sentido común que de pesimismo, subyace en toda la concepción de los derechos humanos que expone Norberto Bobbio en La edad de los derechos (editada en castellano por la Fundación Sistema), el libro en que recoge sus ensayos sobre este tema escritos a lo largo de los últimos 25 años. Los derechos humanos son un expediente para aliviar los males sociales de los hombres y para intentar asegurarles el disfrute mínimo de algunas ventajas: no constituyen la garantía de que veremos instituida por fin en este mundo la Jerusalén celestial. Se trata de una conquista histórica, no del descubrimiento de una verdad eterna, afincada en la divinidad o la naturaleza: como el resto de los derechos, son algo que los hombres se conceden unos a otros, la institucionalización de un trato entre ellos. Como cualquier otro logro fruto del devenir histórico, revelan en su perfil las circunstancias culturales que los hicieron posibles y van experimentando mutaciones de acuerdo con el cambio de éstas. Por ello, el empeño de justificarlos metafísicamente es mucho menos urgente qué el de protegerlos y cumplirlos con eficacia. En último extremo, no provienen tanto de las promesas de la luz como del espanto de las sombras, no pretenden conseguir inauditos bienes imaginados sino evitar males conocidos: jura inventa metu injusti.

El planteamiento básico de la cuestión de los derechos humanos que así efectúa el gran maestro italiano de la filosofía del derecho resulta de impecable sensatez. Continuemos citándole: "Puede afirmarse, en general, que el desarrollo de la teoría y de la praxis (más de la teoría que de la praxis) de los derechos del hombre se ha dirigido desde el final de la guerra esencialmente en dos direcciones: en. dirección a su universalización y hacia su multiplicación". Ambos desarrollos son vistos como el indicador más fiable de que cierto progreso histórico ha sabido abrirse paso entre los horrores de un siglo sellado por guerras, totalitarismos y miseria. Hasta aquí, nada que objetar. Sin embargo, cabe preguntarse no sólo cómo podrán ser vencidos los obstáculos que interfieren en tales desarrollos, sino algo aún más profundo y preocupante: si quizá universalización y multiplicación no pueden en muchos casos oponerse e incluso sabotearse mutuamente. Es algo que Bobbio apunta en ocasiones pero que no desarrolla plenamente, y constituye el punto sobre el que quisiera centrar este comentario a su libro.

La pretensión de universalidad de los derechos humanos es el más distintivo de sus rasgos y el más provocador. Hablando hegelianamente, aunque no sea idioma de moda, el universalismo de estos derechos es el núcleo dinámico-de su pretensión revolucionaria merced a las polaridades dialécticas que plantea: son derechos aun allí donde la legislación positiva no los acata explícitamente; tienen vigencia incluso donde ningún poder establecido puede hacerlos cumplir; van transformándose históricamente, pero al unísono para todos, como si el desarrollo político y moral de todas las comunidades fuese idéntico; consagran el derecho a la diferencia (¿a la libertad de elección?), pero en cuanto derecho se impone a las diferencias que defiende, como único e igualmente obligatorio para todos...

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Que los seres humanos somos fundamentalmente semejantes, no sólo en lo tocante al parentesco biológico, sino también más allá, en cuanto a nuestra capacidad de producir símbolos, ideales y organización social, es cosa comúnmente admitida. Pero aquí comienzan precisamente las dificultades. Un pensamiento de Rivarol las condensa con lucidez ejemplar: "La admirable naturaleza ha querido que lo que los hombres tienen de común fuese esencial y lo que tienen de diferente poca cosa: pero es verdad que lo que tienen de diferente cambia mucho lo que tienen de semejante". Esa poca cosa por la que diferimos revierte sobre nuestra semejanza esencial y la trastorna; lo que hacemos con la imaginación y la razón que compartimos resulta a medio plazo más relevante en su variedad que el hecho unificador de compartirlas. Por supuesto, los derechos humanos no pretenden codificar las semejanzas esenciales de nuestra naturaleza, tarea teórica para filósofos o antropólogos, sino algo en el fondo aún más difícil: quieren establecer un mínimo común denominador normativo a partir del cual pueda irse armonizando esa pequeña parte que nos hace dispares, antagónicos y a menudo enemigos. No se trata de anular las diferencias ni de abolirlas por decreto- pues en ellas se expresa lo que puede haber en nuestra existencia de creativo y libre, es decir, lo sabroso de la condición humana. Pero se intenta supeditar los efectos de la diversidad a los requisitos de esa semejanza esencial sobre la que basar las instituciones (políticas) del respeto mutuo.

Y ello nos remite a la cuestión segunda, la multiplicación de los derechos fundamentales a través de las últimas décadas de nuestro siglo. Porque el gran descubrimiento que subyace al proyecto de los derechos humanos universales es que la semejanza, esencial entre los hombres se da a nivel individual, mientras que la hasta hoy determinante pequeña parte por la que diferimos es el resultado de la determinación colectiva. En una palabra: los derechos humanos se basan en el presupuesto de que los individuos nos parecemos más que nuestras culturas y nuestras formas de organización grupal. Estas segundas, como ya se ha dicho, revierten sobre lo común individualniente compartido y lo trastocan hasta el punto de hacerlo irreconocible. Por medio del reconocimiento universal de derechos a los individuos se trata de resguardar a éstos de los efectos lesivos que puede suponerles su pertenencia a las diversas formas comunitarias, sin privarles, claro está, de las ventajas sociales que de ellas -se derivan. ¿Se trata del gran proyecto político que culmina la modernidad o de la versión humanista de la cuadratura del círculo?

En esta situación problemática, la proliferación de derechos contribuye a aumentar la confusión. Como bien señala Bobbio, los nuevos derechos -¿de cuarta generación? ¿quinta?- son de dos tipos: unos toman al individuo no como humano sin más, sino como perteneciente a determinado sexo (derechos de la mujer), edad (derechos del niño o del anciano), minoría étnica o cultura, minusvalía física, etcétera; los otros ya no tienen al individuo uti singulus como sujeto, sino que corresponden a grupos y entidades de creciente magnitud: la familia, el pueblo, la humanidad, nuestros descendientes y, en extremismos paródicos, los animales o la propia naturaleza en su conjunto. Admitamos que los derechos del primer tipo aportan precisiones válidas a los derechos individuales comunes, pero ¿no contribuyen también a emborronarlos con una casuística que en el mejor de los casos se podría deducir de ellos y en el peor convierten los detalles en algo tan esencial que desdibuja lo esencial mismo? En cuanto a los segundos, creo que van directamente en contra de lo más revolucionario que suponen los derechos humanos. Consagran la determinación del individuo por su afiliación a colectivos, devolviendo a éstos el papel primordial sobre él que los primigenios derechos humanos habían cuestionado. Encierran siempre un retorno del organicismo social contra el individual sino democráticoafirmado subversivamente desde los inicios de la modernidad. ¿Cómo puede ponerse en el mismo plano el derecho de cada ciudadano a participar igualitariamente en la gestión de su comunidad política y el de un pueblo -cuya entidad nebulosa determinarán sus candidatos a dirigentes- a dotarse de un Estado autónomo? Quizá los resultados prácticos de ambas pro puestas sean idénticos, pero los principios en juego no pueden ser más distintos. Por no hablar de las inextricables paradojas que plantean los derechos humanos de la humanidad o de los no nacidos... Sin duda, los derechos humanos tienen como premisa fundacional ser para todos; pero ello excluye que puedan abarcar todos los derechos imaginables o deseables. En particular excluye que puedan tener otro sujeto que la persona humana como tal, en su singularidad irrepetible, configurada por sus vínculos sociales pero nunca del todo reductible a ellos: los derechos humanos no son sino los requisitos básicos para la implantación universal del individualismo democrático. Precisamente son aquellos derechos que convierten a cada cual en actor insustituible del drama sociopolítico, sin que ese protagonismo pueda ser delegado en entidades colectivas ni diluido en ellas, ni regateado o suprimido por ellas. En resumen, codifican la ambición moderna de que nadie necesite comprar la protección y beneficios del grupo (o grupos) a que pertenece al precio de anularse sumisamente en él. ¿Pretensión característicamente occidental, extraña y opuesta a lo tradicional en otras muchas culturas? No veo qué ganaríamos negándolo ni por qué tal génesis debe restar mérito a la idea. Así como tampoco creo que deba escamotearse su impronta revolucionaria, a veces hasta cruenta: los derechos humanos pretenden algo así como un golpe de Estado a escala mundial... Pero quizá todo esto suene ahora peligrosamente desmesurado y negativamente utópico. Norberto Bobbio recuerda en su libro, como dijimos, que quieren ser el paliativo de ciertos males y no la promesa de ningún paraíso político, contra cuyo delirante proyecto nuestro siglo nos ha advertido suficiente y terriblemente. Lo único que sabemos es que deben seguir siendo activados, pues en el momento en que dejen de avanzar comenzarán a. desaparecer. Como señala el maestro italiano: "Respecto a las grandes aspiraciones de los hombres de buena voluntad estamos ya demasiado atrás. Intentemos no aumentar este retraso con nuestro descuido, nuestra indolencia o nuestro escepticismo. No tenemos mucho tiempo que perder".

Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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