Tribuna:

El pienso

La ausencia del ministro Solchaga de la reunión de intelectuales organizada en tomo a Alfonso Guerra pudo ser el origen de un debate sobre quién es o no un intelectual, debate en el que yo opinaría no sólo que Solchaga es un intelectual, sino que es, con Miguel Boyer, el inspirador de la cultura socialista desde 1982: por una parte, la resurrección de la lengua incorrupta de Popper -Carmencita o la buena cocinera, en opinión de Gregorio Morán, del festín neocapitalista -, y por otra, una política económica que nos educa en la pulsión del sálvese quien pueda y del principio spenceriano "o crece...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La ausencia del ministro Solchaga de la reunión de intelectuales organizada en tomo a Alfonso Guerra pudo ser el origen de un debate sobre quién es o no un intelectual, debate en el que yo opinaría no sólo que Solchaga es un intelectual, sino que es, con Miguel Boyer, el inspirador de la cultura socialista desde 1982: por una parte, la resurrección de la lengua incorrupta de Popper -Carmencita o la buena cocinera, en opinión de Gregorio Morán, del festín neocapitalista -, y por otra, una política económica que nos educa en la pulsión del sálvese quien pueda y del principio spenceriano "o crece o muere". Frente a eso, vana palabrería fundamentalista blanda y mucha reunión de escaparate.Por otra parte, aunque Solchaga no estuvo presente en el encuentro, sí lo estuvo su hombre fuerte, el señor Felipe González, quien dijo lo que hubiera dicho Solchaga, en un discurso desconcertante para aquellos socialistas que de González sólo oyen lo que quieren oír o le presumen una doble gestualidad: la que le impone una necesaria mayoría electoral y la que reprime para que no se le note lo socialista que es. Desde la UGT se ha dicho que la intervención de González fue bochornosa, y a estas alturas del invierno de la izquierda lo bochornoso es un mero recurso retórico. Ahí está, ahí está la Puerta de Alcalá, no hay otra, y sólo fichajes recientes de la casa común pueden conservar el candor o la necesidad de aplaudir esa enriquecedora convivencia entre Margaret Thatcher y León Trotski, un comistrajo de fábada asturiana cocida en coca-cola y coloreada con licor de granadina.

Si ese potaje va ser el pienso compuesto que la socialdemocracia internacional ofrecerá a los animales liberados de la granja de Orwell y entregados a la libertad de elegir entre el capitalismo real y el socialismo de ferias, van a ser muchos los que se ahoguen en su propia diarrea.

Archivado En