Tribuna:

Laicidad

La crítica hizo a Europa. La edad moderna no es sino un avanzar en la crítica aplicada sucesivamente a todos los campos. Unos antes y otros después. Y la religión fue quizá el último, en especial la teología oficial, que todavía no ha asumido esta necesidad a juzgar por las cortapisas que pone a sus teólogos.Esta crítica, que dio el avance espectacular que vemos hoy en la ciencia, fue convirtiendo al ser humano en algo distinto a lo que era antes. La técnica hizo técnico al hombre.

Al formar un nuevo mundo hemos hecho también un hombre nuevo sin proponérnoslo. El libro convirtió al pueb...

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La crítica hizo a Europa. La edad moderna no es sino un avanzar en la crítica aplicada sucesivamente a todos los campos. Unos antes y otros después. Y la religión fue quizá el último, en especial la teología oficial, que todavía no ha asumido esta necesidad a juzgar por las cortapisas que pone a sus teólogos.Esta crítica, que dio el avance espectacular que vemos hoy en la ciencia, fue convirtiendo al ser humano en algo distinto a lo que era antes. La técnica hizo técnico al hombre.

Al formar un nuevo mundo hemos hecho también un hombre nuevo sin proponérnoslo. El libro convirtió al pueblo en lector; el ferrocarril y el avión, en viajero; la radio y la televisión, en contemplador a distancia y sin pérdida de tiempo, y la automatización convierte al trabajador de cuello azul en uno de cuello blanco que no necesita esforzarse físicamente, sino sólo usar su cabeza.

La edad media ha subido en proporciones insospechadas desde hace sólo 100 años. Hemos pasado de 30 a más de 70 años en menos de un siglo en los países del desarrollo, cosa que nunca había ocurrido hasta ahora en la historia humana. La vida se nos ha alargado, y vivimos menos hastiados por ella que el hombre antiguo, porque tenemos muchas más cosas a nuestra disposición. Nuestros recursos incrementaron de modo acelerado, y casi puede decirse que la técnica nos envuelve. Y con ella, las clases económicas débiles disfrutan de un bienestar y unas comodidades que no tenía la clase acomodada de antiguos tiempos.

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¿Y cómo todo esto no iba a influir hoy en la religión?

El mundo, dijo Marx con evidente perspicacia, era "el cuerpo inorgánico del hombre". Por eso se ha producido el salto hacia delante de este mundo que ha puesto en primera línea su propia importancia, dejando atrás la primacía dada anteriormente a otras cosas de arriba que afectaban a lo humano.

Y así hemos llegado también a concluir que esta elevación de la materia humana demuestra nuestra actual duda de que "el espíritu sea una entidad existente por sí misrna". Y no lo digo esto yo, sino el teólogo y filósofo R. C. Kwant, o. s. a., lo mismo que sostenía crudamente la Biblia hace siglos, sin que los cristianos hayamos caído en la cuenta de ello por influencia del mundo cultural platónico y neoplatónico que moldeó nuestra antropología.

Otros católicos, el palentólogo Teilhard de Chardin, s. j., lo mismo que el neurofisiólogo Paul Chauchard, se adhirieron a esta idea, al pensar que el espíritu no era sino Ia forma más alta de autorrealización de la materia".

Somos un fragmento de mundo que hemos llegado a la conciencia de nosotros mismos, a la libertad. Y por eso la antigua religión que nos tenía dominados a través de un espíritu que dependía de ella solamente, y no de la evolución del mundo, está en vías de desaparición.

Y adviene esto inicialmente con el cristianismo, cuyo mérito principal es haber descubierto la primacía de la conciencia personal, como demostraron pensadores tan diferentes como Hegel, Guizot, Fustel de Coulanges, y en nuestro siglo dos marxistas: Garaudy y Mury, o nuestro Ortega. "La intimidad de la libertad subjetiva del yo pertenece a la religión cristiana", señala Hegel; "el cristianismo primitivo pone en primer lugar la subjetividad y la interioridad", según Garaudy; "el interés por la subjetividad se debe al cristianismo", afirma Ortega.

Desgraciadamente, no fue ésta por lo general la tónica general del cristianismo hasta la edad contemporánea, en que, forzado por la realidad mundana, empieza a reconsiderar su postura práctica de siglos, y Pío XII habla de "sana y legítima laicidad del Estado" (25 de marzo de 1958), y de que "los seglares son hombres ufanos de su dignidad personal y de su sana libertad", y así en la Iglesia, "cuando se trata de derechos fundamentales del cristiano, éste puede hacer valer sus exigencias", incluso pudiendo ocurrir que "un seglar fuese elegido Papa" (7 de octubre de 1957).

Pero ¿qué efectividad tiene todo esto en el cristianismo práctico? Realmente, poca. Estos principios están ahora claros; mas la práctica no lo está. Y sin embargo, hora sería de que esto ocurriera de una vez en todos los niveles de la acción cristiana. Porque el seglar es precisamente "aquel para quien la sustancia de las cosas existe por ellas mismas, y son interesantes, y el peligro está en faltar al pleno respeto de las cosas mismas, humanas y terrestres, en nombre de una referencia trascendencial; seglar es aquel para quien las cosas existen, y su verdad no está como engullida y abolida por una referencia superior", decía el teólogo Y. Congar, o. p.

La moral del evangelio no tiene otros contenidos que los naturales que todo hombre, creyente o no, puede igualmente conocer. Así lo han demostrado biblistas tan distintos como Bultmann, Dodd y Conzelmann, o los teólogos tradicionales Noldin y Genicot, cuyos textos servían para la formación de los seminaristas, y hoy Schillebeeckxs, Valsecchi o Böckle, y ayer la recopilación canónica de Graciano, corroborada, por santo Tomás (S. T., I-II, 108), o Suárez, que ponía la moral en el ejercicio de la razón natural, y aquélla enseñaba, para que gobernasen los católicos durante siglos, "el derecho natural es lo que se contiene en la ley y el evangelio". El cristianismo sólo le da nuevo sentido.

Y la ética cívica únicamente es la que fomenta la convivencia social y la paz social, según nuestros clásicos del siglo XVI, como Domingo de Soto, o. p., o Luis de Molina, s. j., y no una moral católica, ni siquiera exigiendo todos los preceptos de la llamada por ellos moral natural (Molina, Los seis libros de la justicia y el derecho). Todo esto es de grandes consecuencias para la ley civil o penal, o para la enseñanza del mundo moderno.

Ésta es la laicidad que ha conquistado el mundo actual sin depender nada más que del hombre mismo y de su razón, sin deberse a ninguna coacción, dominio o poder que venga de lo alto, a través de una autoridad religiosa, sea personal o libro. Laicidad que tiene precedentes -mal llevados a la práctica- en el cristianismo y que un cristiano puede y debe admitir ya de una vez, poniéndose a pie de igualdad con el no creyente, y no queriendo un mundo exclusivo para él ni creyendo que posee para gobernarlo algo diferente que el que no cree.

Enrique Miret Magdalena es teólogo.

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