Tribuna:

El mal en la periferia

Vaulx-en-Velin, en la región de Lyón, a comienzos de año; Mantes-la-Jolie, en la región de París, a comienzos de junio: dos barrios periféricos en los que se ha desencadenado la violencia causando muertos y daños considerables. Una vez más, la fiebre se ha apoderado de los jóvenes. El malestar aumenta entre la policía, que pide directivas claras. El Gobierno francés ha tomado una serie de medidas encaminadas a prevenir un verano caliente en la periferia y barrios difíciles de las grandes ciudades. Pero ¿de dónde viene el mal?A decir verdad, en Francia la ciudad ha tenido siempre ...

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Vaulx-en-Velin, en la región de Lyón, a comienzos de año; Mantes-la-Jolie, en la región de París, a comienzos de junio: dos barrios periféricos en los que se ha desencadenado la violencia causando muertos y daños considerables. Una vez más, la fiebre se ha apoderado de los jóvenes. El malestar aumenta entre la policía, que pide directivas claras. El Gobierno francés ha tomado una serie de medidas encaminadas a prevenir un verano caliente en la periferia y barrios difíciles de las grandes ciudades. Pero ¿de dónde viene el mal?A decir verdad, en Francia la ciudad ha tenido siempre sus barrios buenos y sus barrios desheredados y una tendencia, desde hace mucho, a enviar a la periferia a sus clases menos favorecidas. El fenómeno se acentuó a mediados del siglo XIX con la revolución industrial, devoradora de mano de obra, y aumentó más tarde con la llegada del ascensor.

Durante mucho tiempo, la segregación social se hizo de abajo arriba: el primero y el segundo piso eran los niveles nobles; después, conforme se iba subiendo la escalera, se descendía en la escala social: sirvientes, cuerpo de casa, obreros y artesanos ocupaban los desvanes y buhardillas bajo los tejados.

Desde finales del siglo XIX, los suburbios, situados fuera del cinturón de la ciudad, comenzaron a tener el carácter que hoy tiene la periferia: amontonamiento de una población proveniente en su mayoría del éxodo rural y que llegó a la ciudad -París y las grandes aglomeraciones industriales, como Lyón, Lille, Marsella- para buscar un trabajo que en el campo, con la mecanización progresiva de las faenas, cada vez escaseaba más.

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Los suburbios, a menudo compuestos por viviendas muy rudimentarias -los cuchitriles descritos por Émile Zola- y por tristes casas de alquiler, estaban ya ocupados en una gran parte por los inmigrados. En un principio, por los inmigrados del interior. Así, París contaba entre sus numerosas comunidades con las de los bretones y auberñats, juzgados por las autoridades de la época como especialmente "inasimilables".

La mala reputación de ciertos arrabales, a los cuales una joven de buena condición no se acercaría, y mucho menos sola, no tenía nada que envidiar a la de ciertos barrios periféricos de hoy. Entonces no se drogaban, pero se emborrachaban, entre otras cosas, con la terrible absenta, que hacía enloquecer y que terminó siendo prohibida. Las peleas y riñas eran frecuentes. Para comprobarlo basta con asomarse a los periódicos de la época o a los informes de la policía.

La gran crisis de vivienda que siguió a las dos guerras mundiales y la recuperación económica de los años cincuenta llevaron a los Gobiernos a tomar en sus manos una parte del sector de la vivienda: comenzaron a florecer ciudades obreras y después las HBM (viviendas baratas), luego convertidas, en HLM (viviendas de renta limitada).

Pero la escasez y carestía del suelo condujeron a construir cada vez más lejos del centro de las ciudades. Las HLM, que a menudo ofrecían un mínimo de confort moderno (cuarto de baño o lavabo en el piso y no en el rellano, etcétera), fueron consideradas como una promoción por los que salían de tugurios y viviendas insalubres. La gente se pegaba por una HLM.

El pleno empleo, la vuelta de los repatriados de África del Norte en 1962, la llegada de unos emigrados necesarios para la industria -italianos, españoles, portugueses, magrebíes; después, yugoslavos y turcos, y hoy, europeos del Este y asiáticos-, llevaron a multiplicar los programas de. construcción de moles horizontales y verticales edificadas demasiado deprisa.

Su población equivale a la de una pequeña ciudad, pero no dispone de ninguna de las comodidades que se supone que aquélla ofrece: ausencia de actividades ecónomicas o artesanales, escasez de comercios, de escaparates, falta de cafés -que en Francia son un importante lugar de convivencia-, de salas de espectáculos, de puestos de policía... Realmente, es el metro-curro-cama denunciado por los jóvenes de Mayo del 68.

La primera generación de inmigrados se contentó -a falta de estar satisfecha- con esas condiciones de vida. No tenían elección: estaban apremiados por la supervivencia económica. Después, los franceses y los inmigrados que salieron adelante fueron abandonando progresivamente esas llamadas ciudades dormitorio.

Los recién llegados les sustituyeron. Los niños que han crecido en esos barrios y que hoy son a menudo franceses (simplemente porque han nacido en Francia) no tienen la misma forma de ver las cosas que sus padres. No han conocido, salvo de oídas, las dificultades que sus padres pasaron cuando eran jóvenes y que les obligaron a expatriarse; han vivido en una sociedad de relativa abundancia; a menudo se han beneficiado de una gran indulgencia por parte de unos padres preocupados por ahorrarles los rigores que ellos tuvieron que soportar.

De este modo hemos conocido a madres argelinas que han empeñado sus joyas en el monte de piedad para comprar a sus hijos la ropa que les gustaba o para que pudieran ir de discotecas los sábados por la noche. Otro fenómeno sociológico es la desvalorización de la figura del hombre en familias provenientes de sociedades mediterráneas con una fuerte estructura patriarcal, mientras las hijas (animadas por unas madres con necesidad de revancha) a menudo han tenido más éxito que sus hermanos, sobre todo en la escuela.

Los jóvenes, especialmente los que están en situación de fracaso escolar, no están dispuestos, como lo estaban los de la primera generación, a tener empleos mediocres o considerados denigrantes o penosos. Además, esos empleos de mano de obra no cualificada son cada vez más escasos y el nivel de cualificación exigido para todo tipo de trabajo, cada vez mayor.

¿Qué hacer, pues? Ser parado o beneficiario del Ingreso mínimo de inserción (RMI) y ¡aburrirse! Además, para mayor desgracia, la droga se ha democratizado, y bastan algunos dealers para envenenar la vida de una ciudad y la de sus habitantes.

Hay que añadir que la difúsión por televisión de incidentes -hasta ahora relativamente raros- aumenta la inquietud difusa de la población, el nerviosismo de la policía y la rabia de los jóvenes de los barrios periféricos problemáticos. Este conjunto se ve agravado por el juego de los partidos políticos, muy especialmente el de la extrema derecha, que multiplica las amalgamas, las fórmulas simplistas, acusa a los emigrados de causar el paro y de ser, más o menos, delincuentes en potencia.

Esta situación no debe, sin embargo, ocultar el otro aspecto de la realidad: el que la integración de los jóvenes provenientes de la emigración es, en una gran mayoría, muy satisfactoria; que los casos de éxito social son cada vez más numerosos; que los jóvenes de las periferias que están en galeras, como ellos dicen, están mezclados, y entre ellos hay tantos franceses de pura cepa como hijos de emigrados.

Resta decir que si no se revisa en profundidad la política de ordenación del territorio y'la política de urbanismo, el problema crecerá. Veremos proliferar barrios periféricos cada vez más lejanos, y el filme Metrópolis, de Fritz Lang, rodado en 1925, será una realidad. En Francia y, sin duda, en Europa.

Paul Balta es director del Centro de Estudios Contemporáneos de Oriente de la Universidad de la Sorbona, en París.

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