Tribuna:

El embajador

Acaba de añadirse un nuevo héroe a la pequeña legión de los que tienen que esconderse en alguna cueva para salvar la vida. Sobre Arshac Tawfic Ismail pesa, como le ocurre a Salman Rushdie, la peligrosa condena a muerte con la que los modernos Savonarolas llegados de Oriente fulminan al disidente. Pero Ismail no es un perseguido cualquiera.Nuestro nuevo hereje ha sido embajador de Irak en Madrid hasta que el Gobierno español ha decidido concederle asilo político. Está de suerte, porque como enviado de Sadam Husein no sólo representó a un perdedor, dio voz -bastante destemplada y arrogante, la v...

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Acaba de añadirse un nuevo héroe a la pequeña legión de los que tienen que esconderse en alguna cueva para salvar la vida. Sobre Arshac Tawfic Ismail pesa, como le ocurre a Salman Rushdie, la peligrosa condena a muerte con la que los modernos Savonarolas llegados de Oriente fulminan al disidente. Pero Ismail no es un perseguido cualquiera.Nuestro nuevo hereje ha sido embajador de Irak en Madrid hasta que el Gobierno español ha decidido concederle asilo político. Está de suerte, porque como enviado de Sadam Husein no sólo representó a un perdedor, dio voz -bastante destemplada y arrogante, la verdad sea dicha- a un bárbaro. Justificó sus crímenes y amparó sus mentiras.

En la diplomacia, especialmente en la diplomacia de los tiranos, son frecuentes los casos en que le dejan a uno colgado de la brocha. A Ismail su jefe le ha quitado la escalera. Debe agradecer a su buena estrella haberse pegado la bofetada en un país, España, en el que a nadie se le ocurriría remunerarle como lo haría Sadam en Bagdad.

A partir de ahora, el embajador tendrá que protegerse de su antiguo amo. Para ello contará con el generoso amparo del Gobierno español. A posterior¿ además, le tocará avergonzarse de las tonterías que dijo en apoyo del líder iraquí. Entiéndaseme: sea cuál sea su opinión, sienta como sienta sus pesadillas, es excelente que salve la vida. Estos servidores del más fuerte, sin embargo, nunca aprenden.

Bien le está su vergüenza. El final de toda tiranía deja en la estacada a los que fueron Fieles hasta última hora. Pasó aquí con la muerte de Franco. Algunos, en tan desairada posición, conservan la dignidad del creyente; otros se apean a la velocidad del rayo, sobre todo cuando les parece que el antiguo tirano ha perdido la batalla y aún es hora de subirse al carro de los vencedores.

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