Tribuna:

Diálogos

Sólo hay que leer cada día esos expléndidos retazos de guiones cinematográficos que sirven de pedre a los dineros del concurso para comprobar que ya no hay guionista como los de antes. Ni siquiera hay buenos diálogos escritos. Las novelas tienden a desparramarse en tundra de las descripciones, e incluso los saineteros radiofónicos creen graciosos y le dan al chascarrillo de taxista con incontinencia tabernaria. Pero por fortuna ayer vivió el género, y los llamados Diálogos de Palop consiguieron emular los originales diálogos de Platón. Ambos sirven para descubrir trasfondo del hombre. ...

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Sólo hay que leer cada día esos expléndidos retazos de guiones cinematográficos que sirven de pedre a los dineros del concurso para comprobar que ya no hay guionista como los de antes. Ni siquiera hay buenos diálogos escritos. Las novelas tienden a desparramarse en tundra de las descripciones, e incluso los saineteros radiofónicos creen graciosos y le dan al chascarrillo de taxista con incontinencia tabernaria. Pero por fortuna ayer vivió el género, y los llamados Diálogos de Palop consiguieron emular los originales diálogos de Platón. Ambos sirven para descubrir trasfondo del hombre. De la belleza de éstos, de la mediocridad aquéllosLos diálogos de Palop y sus amigos son un preciso retrato de una cierta España que es incapaz de hablar en clave porque ya todo se comprende. Lo grave del diálogo leí es que se escucha en el silencio cerebral de la ingenuidad ciudadana. En estas frases inacabadas hay más prosodia que lenguaje. La lectura de esos diálogos revela los matices originales de esa chulería de despacho y ese engreimiento de los marionetistas que han hecho de los hilos telefónicos la mejor herramienta del, género que no es de nadie tal vez por que es de todos. Estas conversaciones siempre acaban dejando las líneas pringosas y rezumantes como cloacas atascadas. Uno se imagina a los dos intérpretes en plena zarzuela de la corrupción, necesitados de mimos y de medallas por sus hazañas financieras y esperanzados de que alguien, allá en lo alto, se entere de lo bien que le han servido y han servido sus coraceros. Gente que paga con la cara y que cobra con la voz. Pequeños agentes de sí mismos dispuestos a extender esta leucerma espiritual que produce democracias exangües. Nos han robado el placer de pasear por las ciudades, y ahora, en cada plaza o cada aparcamiento creeremos un gigantesco monumento al soborno. El asfalto ya tiene la blandura del cohecho.

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