Tribuna:

El veneno

La búsqueda de la felicidad forma parte de lo más esencial de la vida. Conseguirla ha sido siempre un empeño del hombre en el que no ha escatimado recursos. Drogarse es uno de ellos. La droga ha, formado parte, secularmente, de la constelación de placeres prohibidos que propiciaban la codiciada felicidad. Y la persecución de la embriaguez sensual que proporciona nos descubre que el ser humano es infeliz. Sorprendentemente desdichado en una época que ha creado, entre otras muchas, la obligación de contemplarlo todo con una gran sonrisa de satisfacción. Este mundo agraciado que nos clasifica en ...

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La búsqueda de la felicidad forma parte de lo más esencial de la vida. Conseguirla ha sido siempre un empeño del hombre en el que no ha escatimado recursos. Drogarse es uno de ellos. La droga ha, formado parte, secularmente, de la constelación de placeres prohibidos que propiciaban la codiciada felicidad. Y la persecución de la embriaguez sensual que proporciona nos descubre que el ser humano es infeliz. Sorprendentemente desdichado en una época que ha creado, entre otras muchas, la obligación de contemplarlo todo con una gran sonrisa de satisfacción. Este mundo agraciado que nos clasifica en triunfadores y espectadores, y nos induce al enriquecimiento y a la acumulación de objetos, ha generado un infortunio profundo entre sus protagonistas, que acaban recluyéndose en la droga.Pero esta sensación de fracaso íntimo que subyace tras de la drogadicción se contempla con una actitud hostil y condenatoria que es en buena parte el reflejo de una gran hipocresía que necesita manifestarse ante los narcóticos como si se tratara del peor de los pecados y hasta casi del único. Y, no obstante, doquiera donde miremos encontraremos otras drogas más dañinas incluso y contraproducentes, que no son combatidas, como debiera hacerse, y que son la causa de todas las demás. La peor es el hambre. No menos decisiva es la frustración que anida en quienes se sienten incapaces de franquear las barreras sociales que los determinan como personas, confinando su destino en una biografía llena de dificultades.

Hay drogas de tipo ideológico especialmente peligrosas. El estupefaciente nacionalista es de los más perjudiciales, y su tráfico vuelve a ser muy rentable en nuestros días. Esta auténtica droga dura, que renace hoy con siniestra pujanza, fue la causante de terribles desgracias en el pasado histórico y ha sido el detonante de dos guerras mundiales en nuestro siglo.

En Irán leemos con frecuencia noticias sobre ejecuciones masivas y sumarias de personas relacionadas con los narcóticos, pero nadie persigue a los traficantes del fanatismo religioso que se ha adueñado de aquel país hasta convertirlo en un Estado de verdaderos drogadictos mentales. Y, en fin, qué decir del intercambio entre el Norte y el Sur, regido, como todo, por la ley del más fuerte, que es la que impera en el hampa del tráfico de estupefacientes. El Norte posee la técnica, la ciencia, la riqueza. Vendernos armas tecnificadísimas, imponemos los precios del comercio internacional, subimos o bajamos la cotización de las materias primas, y nos quejamos de que unos campesinos desamparados cultiven alucinógenos, que es lo único que les permite obtener ingresos. Los países ricos deciden, pues, que sus drogas son las buenas y que las de los otros son las malas.

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Sin embargo, ésta es la sociedad en la que vivimos, que además es creadora de valores muy estimables y benéficos y consecuente cuidadora de su propia supervivencia. Y es esta convicción la que nos induce a pensar que la persecución a que están siendo sometidas las drogas actualmente en los países industrializados se debe no sólo a esa hipocresía que denunciamos, sino a razones que entroncan con la propia sustancia de la sociedad occidental, cuyos fundamentos culturales no han dejado de afianzarse y extenderse por el orbe en los últimos cinco siglos. Y hay que decir que esta cultura es y ha sido extraña a la droga, no como práctica individualista, pero sí como costumbre enraizada en la convivencia cotidiana.

Se equivocan quienes piensan que la alarma que provoca la drogadicción no es solamente sino un reflejo hiperestésico del puritanismo conservador. Quizá la característica más saliente de eso que llamamos mundo occidental sea la procura de la racionalidad. No de cualquier tipo de racionalidad, ciertamente, pero sí de aquella que ha implicado la consecución de la utilidad. Esto ha fomentado una cultura previsora, unas inercias calculadoras, que nos obligan a pensar que el futuro se labra en el presente y que una cosa es consecuencia de la otra. Es probable que este modo de existencia haya sido la causa del despliegue histórico de Occidente. Y ello excluye la imprevisión, y mucho más todavía el descontrol. Aquí reside el motivo del desconcierto ante las drogas. Una sociedad que ha producido una tecnología que podría hacemos desaparecer de la Tierra no puede admitir el consumo generalizado de productos que anulan la capacidad racional plena del hombre e introducen un factor permanente de incertidumbre en el engranaje de esa cultura que viene elaborándose metódicamente a lo largo de los siglos. Las drogas son extrañas a esa forma de vivir. El alcohol también lo es. Pero es ésta una droga que, sin embargo, es producida en la tierra que ha creado esa cultura, y eso le ha dado una familiaridad tradicional, que es el pretexto de su tolerancia.

Pero también en Occidente han proliferado los derechos de la persona con un arraigo sin par. Entre ellos, claro es, se encuentra el que ampara a cada individuo para hacer de su vida lo que crea más oportuno. ¿Quién puede negar entonces la legitimidad de la drogadicción? Nadie si fuera una práctica particularizada y si las costumbres sociales se rigieran por la mera abstracción especulativa. Lo que está en discusión, empero, no es un derecho individual, sino un vicio progresivamente perjudicial que afecta cada vez más a sectores crecientes de la población. La cuestión no es si tal o cual persona se droga, si este o aquel artista es cocainómano, si el hijo de un financiero es adicto a la heroína, que son los prototipos en los que se suelen generalizar esta clase de asuntos. El problema empieza realmente cuando la adicción a las drogas entra a formar parte de la cultura de un pueblo, que es lo que está ocurriendo en las sociedades avanzadas. Que haya uno, 10 o 100 consumidores de drogas puede ser un vicio respetable o un drama humano, según se mire. Pero que ese consumo se incruste en la vida colectiva y se transforme en una dependencia es algo que puede convertirse en una tragedia que ninguna sociedad debe contemplar con indiferencia.

Sería ridículo fingir que el consumo de drogas se limita al estereotipo de unos cuantos iconoclastas del orden formal que hacen de este hábito una manera de existencia libre pero rentabilizada. El desastre que estamos presenciando tiene otra coloración más sórdida y se presenta con el espectro de una jeringuilla tirada en cualquier esquina. No hay en esta situación más que miseria, ignorancia, insolidaridad, desdicha y soledad irremediables. Y la gracia de la droga termina entonces en el momento justo en el que empieza la necesidad de más droga, cuando se franquea la puerta de la casa y se siente el aliento de los familiares, o cuando se contempla la lucha por la vida como una posibilidad que se ha escapado.

La droga se asienta aprovechando los quebrantos humanos o las grietas colectivas. Profundamente clasista, penetra más donde están los desfavorecidos. Se adueña de los pobres antes que de los ricos. Se extiende preferentemente entre aquellas clases que más evidencian las carencias. Sin embargo, es cierto que muchas de las tensiones que provoca el consumo de droga no son generadas por los drogadictos, sino a su pesar. Y esto se debe a que la prohibición ha facilitado la expansión del narcotráfico. Parece evidente por ello que su legalización vendría a paliar gran parte de los hechos delictivos que hoy azotan a las ciudades de los países desarrollados y seguramente no pocos de los riesgos infecciosos que amenazan a los drogadictos. El Estado, a través de las autoridades sanitarias, y con todas las cautelas, debería suministrar la droga a quienes la necesiten. Y ésta es la única forma que parece viable para empezar a enfrentarse a esta plaga. Pero la legalización no significa la solución del problema de las drogas. Es como si se pensara que por ser legal la venta de bebidas alcohólicas están solucionadas las consecuencias del alcoholismo. Por el contrario, a partir de la legalización se presentará en toda su crudeza perturbadora el magma alienante que rodea el submundo de la drogodependencia.

La droga tiene, sí, una dimensión revulsiva que emerge desde la hondura de los males sociales, y tiene también una significación provocativa que subyace en un plano creativo de la contemplación estética y de la experiencia hedonista. Pero tiene sobre todo esa presencia destructora, esa envoltura de azote marginal que arruina cuanto toca. Porque la doblez, la ambigüedad, son consustanciales a la naturaleza de la droga, al culto que se ha creado a su alrededor.

Se opone al sistema, pero necesita de sus códigos de comportamiento. Se presenta como una protesta, pero requiere la complicidad del entramado social. Desestabiliza a la par que exige una integración incondicional. Por eso, las drogas han sido siempre un foco de inquietud para el mantenimiento del orden, pero también un instrumento de ayuda para su reforzamiento. Han sido confidentes del hastío de muchos inconformistas, pero han sido igualmente y son un vehículo eficacísimo de sometimiento. La guerra de Vietnam se hizo con la ayuda imprescindible del consumo generalizado de drogas entre la tropa norteamericana. El famoso escándalo del Irangate no fue sino la puesta en práctica de una gigantesca operación de narcotráfico dirigida desde la propia Casa Blanca para subvencionar actividades criminales de la contra nicaragüense. Y para qué comentar el estímulo que la cocaína produce entre no pocos pujantes ejecutivos que se inspiran así para enriquecer la sociedad de consumo...

La misma duplicidad social que producen las drogas se experimenta en el drogadicto. Se libera y disfruta, a la vez que se ve conducido al deterioro probable de su condición humana a través de una dependencia que le engancha. Con prohibición o con legalización. Por medio de los traficantes o por conducto del Estado, su vida se encuentra atrapada en un tipo alienante de existencia en el que se es al mismo tiempo que no se es. Protagonista de una pequeña historia personal en la que el mundo termina girando en torno de la urgencia de snifar un poco de polvo blanco o de inyectarse una dosis de caballo. Ése es su ciclo.

es profesor de Sociología en la universidad Complutense de Madrid.

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