Tribuna:

El nombre y la cosa

En su informe del 20 de noviembre del pasado año, Achille Occhetto explicó el juego de palabras para designar la prioridad de la cuestión de fondo, la transformación en un nuevo partido, sobreponiéndose al fogonazo que representaba ante la opinión pública el anuncio de desaparición de unas siglas históricas. "Primero viene la cosa y luego el nombre", había precisado. "Y la cosa es la construcción en Italia de una nueva fuerza política". La expresión hizo fortuna, y la cosa pasó a designar tanto el contenido del viraje como el nombre inexistente del nuevo sujeto político. No eran ni una ...

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En su informe del 20 de noviembre del pasado año, Achille Occhetto explicó el juego de palabras para designar la prioridad de la cuestión de fondo, la transformación en un nuevo partido, sobreponiéndose al fogonazo que representaba ante la opinión pública el anuncio de desaparición de unas siglas históricas. "Primero viene la cosa y luego el nombre", había precisado. "Y la cosa es la construcción en Italia de una nueva fuerza política". La expresión hizo fortuna, y la cosa pasó a designar tanto el contenido del viraje como el nombre inexistente del nuevo sujeto político. No eran ni una distinción ni una asociación triviales. La iniciativa de Occhetto representaba mucho más que una simple operación de imagen, pero, por otra parte, no era fácil llenar el vacío creado por la disolución del partido de Gramsci, Togliatti y Berlinguer. Inevitablemente, la adhesión al viejo nombre había de convertirse en el referente de un complejo frente del rechazo, a cuya cabeza se situaban nada menos que Ingrao, Natta y Tortorella, por mucho tiempo hombre fuerte del partido en la sombra. La apuesta por Occhetto pasaba así ante todo por situar el debate en otro terreno. Tal era la apuesta de cara al congreso extraordinario: quedarse en la bipolaridad del debate sobre los nombres -recordemos el antecedente local del sí o no a Lenin- equivalía a dar un paso decisivo hacia la escisión y el declive irreversible del partido. La inversión de tendencia para el PCI pasaba precisamente por recuperar la estela de sus predecesores, sabiendo hacer de los momentos de crisis otras tantas plataformas de renovación política. Así ocurrió con Togliatti en plena guerra mundial, al proyectar el partido de nuevo tipo y la democracia progresiva que arrancaron al PCI de la matriz estaliniana, y más tarde con Berlinguer, haciendo del reflujo tras 1968 y de la tragedia chilena las premisas del compromiso histórico. Y aun antes, con Grarrisci, cuando la reflexión sobre la derrota ante el fascismo lleva a la elaboración de un nuevo sIstema conceptual para el pensamiento comunista.Porque, sin duda, las circunstanclas impusieron su ley y su coste a la hora de plantear la refundación del partido. Tras el respiro de las europeas, las elecciones municipales de Roma en octubre fueron el toque de alarma: la cuesta abajo continuaba y podía convertirse en tendencia irreversible tras las elecciones administrativas previstas para mayo de 1990. Había, pues, que actuar contra el reloj, y ello impuso una cierta brutalidad a los primeros movimientos. El rechazo ingralano fue tal vez la fáctura más alta pagada por el apresuramiento. Pero también hubo compensaciones. El derrumbamiento final de los muros del Este tuvo lugar cuando el desplazamiento del PCI se había ya perfilado, salvándose así la acusación de oportunismo. En realidad, desde varias décadas atrás, la práctica política del partido nada tenía que ver con la de quienes antes fueran partidos hermanos. Incluso para los mifitantes, los vecinos más próximos en el terreno ideológico eran las socialdemocracias alemana y sueca. Las divisorias frente al socialismo real fueron en su día claramente establecidas. De suerte que, por válida que resultase la tradición nacional, desligarse del referente comunista aparecía como imprescindilble, de un lado, para romper el bloqueo a que el partido está sometido desde los años cuarenta; de otro, para ensayar una nueva fórmula de relación política que saque a la luz la izquierda sumergida, presente en la vida social y cultural italiana, y ofrecer una alternativa a la degradación estructural de los modos de acción y reparto del poder simbolizados por el pentapartito. Desde ahí cabría plantear una potenciación de la izquierda, no en la forma de la unidad socialista (es decir, en el PSI) propuesta por Craxi, aun cuando el referente externo sea la socialdemocracia, sino a través de una convergencia que habría de tener por norte quebrar de una vez la hegemonía de la Democracia Cristiana.

Según las crónicas, y a la espera de la temible reválida de las administrativas de mayo, el congreso de Bolonia ha superado con creces las expectativas de éxito en la reconversión. El durísimo debate con los viejos líderes muestra a las claras que no fue el clásico movimiento táctico, con los comunistas cubiertos por la piel de cordero al modo de la etapa euro de Marcháis o Carrillo. La coherencia y la pluralidad del PCI salieron asimismo confirmadas: a pesar del enfrentramiento, no hay riesgo de escisiones, y la salida de tono de Luigi Pintor desde Il Manifesto tuvo un claro efecto bumerán para su promotor. Y la designación de Aldo Tortorella, portavoz del no, al frente del nuevo comité central, prueba que no habrá represalias. Ahora queda por delante la fase constructiva de la cosa.

En fin, está por ver si la transformación del PCI alcanza algún efecto sobre otras áreas de la izquierda eurooccidental. Parece obvio que un tránsito afortunado redundaría en el fortalecimiento de las corrientes que tratan de aunar socialdemocracia y renovación de la izquierda (en las formas de hacer política, en el nexo con los movimientos sociales frente a la tentación del socialismo liberal). En cuanto a otros partidos comunistas, también parece clara la negativa por parte de los que, como el PCF, asumen con gusto la propia cubanización en el contexto de la nueva Europa. Más complejo es el caso de aquellos que se sitúan a mitad de camino entre el tradicionalismo y la modernización, lo que justamente conviene al caso español. Aquí, afortunadamente para los interesados, el nombre cambió (o encubrió) en su día la persistencia de la cosa. Aunque en las buenas intenciones fundacionales Izquierda Unida se autodefiniese en una línea muy próxima a lo que hoy perfila el PCI, su contenido fue desde el principio mucho más arcaico, ajustado a las fórmulas frentistas de hace medio siglo, con un eje indiscutible en el partido comunista, en tomo a cuyo liderazgo giran micropartidos e independientes (divididos éstos, a su vez, en notables y auxiliares de base). La comparación se hace necesaria entre lo que está siendo el proceso de refundación del PCI, con su amplio debate, intervenciones doctrinales desde el exterior y resolución democrática, y lo que desembocó en el festival de unanimidad de la asamblea fundacional de IU hace un año. En un caso nos encontramos ante el dificil ensayo de construir una izquierda liberada de los mitos y, errores de los últimos 60 años; en el otro, de un intento de capitalizar esa aspiración social a través de fórmulas orgánicas y modos de hacer política herejados de ese pasado. Incluido el cinismo, no menos tradicional, de lavarse las manos ante lo ocurrido en el Este. Ahora, dicen, el modelo está agotado y no sabíamos lo que ocurría. Pero es que sólo hace unos meses el agotado era el modelo capitalista (y con él la socialdemocracia), y la solidaridad del PCE se expresaba no hacia Dubcek y Havel, sino hacia el inevitable partido hermano. No se trata de pasar facturas, sino de evitar que cuele el toreo a toro pasado. Porque o bien tales líderes eran de una incapacidad para ver la realidad en un grado que les proclama incompetentes para el ejercicio de la política o la táctica del avestruz les asocia con las peores expresiones de un pasado hoy bien conocido.

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Todo ello es tanto más significativo al no haberse limitado Izquierda Unida a la aplicación general de esos rasgos tradicionales. Cualquier observador puede apreciar que no es esa línea la que presidió intervenciones parlamentarias como la de Nicolás Sartorius o la que guía a los representantes en el Parlamento Europeo. Pero resulta insuficiente contentarse con el cultivo del propio jardín, olvidando las deficiencias de fondo y confiando en que sean los resbalones clamorosos del PSOE los que aporten el agua al rudimentario molino. Anteayer, la política antisindical; ayer, el caso Guerra; mañana, el no monumento de la esfera armilar con sus 4.000 millones a cargo del Plan Social de la Vivienda. Obviamente, así cabe sobrevivir, pero no forjar una izquierda, que en nuestro caso, tanto para el PSOE como para el PCE, aguarda aún su perestroika. Tal vez así puedan encajar entre nosotros los hombres y las cosas.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la universidad Complutense.

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