Tribuna:

Ambulancia

Frente al portal de la mansión donde vive el banquero esperaba la ambulancia a las nueve de la mañana. La ciudad estaba totalmente colapsada y las emisoras de radio seguían pronosticando el caos para el resto de los días. Con zapatos de tafilete, traje azul y la mandíbula recién bruñida, el banquero bajó de su aposento y en el zaguán fue recibido por dos enfermeros con bata blanca que no eran sino el mecánico de toda la vida y el secretario particular. Con las reverencias de costumbre, estos servidores abrieron la trasera de la ambulancia, el banquero se introdujo en ella a gatas, tumbóse impá...

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Frente al portal de la mansión donde vive el banquero esperaba la ambulancia a las nueve de la mañana. La ciudad estaba totalmente colapsada y las emisoras de radio seguían pronosticando el caos para el resto de los días. Con zapatos de tafilete, traje azul y la mandíbula recién bruñida, el banquero bajó de su aposento y en el zaguán fue recibido por dos enfermeros con bata blanca que no eran sino el mecánico de toda la vida y el secretario particular. Con las reverencias de costumbre, estos servidores abrieron la trasera de la ambulancia, el banquero se introdujo en ella a gatas, tumbóse impávido en la camilla y el vehículo arrancó en dirección al despacho del banco, situado en el centro de la capital. El atasco general se presentó al doblar la primera esquina. El mecánico disfrazado de celador puso en marcha la sirena, la cual comenzó a ulular exigiendo el paso. Ante semejante estrépito, los coches bloqueados se hacían trabajosamente a un lado, los guardias le franqueaban todos los cruces y, tragándose semáforos rojos, a través de la inmensa barricada del tráfico volaba la ambulancia y en su interior iba el banquero tumbado en la camilla fumando el primer puro de la jornada. Desde el mes pasado, toda la ciudad se hallaba paralizada por el nudo definitivo que se había formado en la circulación, y los expertos afirmaban que ese colapso duraría algunos años, tal vez hasta el final del milenio o aún más. En este momento sonaban otras sirenas, destellaban ráfagas amarillas los capós de otras ambulancias. En ellas viajaban otros potentados con una flor en el ojal, echados en las parihuelas, y no todos se dirigían al trabajo. Muchos comerciantes adinerados, prohombres de la política o hijos de papá también utilizaban la ambulancia sólo para tomar una copa en su bar preferido, pero este banquero que salió de su mansión a las nueve de la mañana era más consecuente. Había montado su despacho en la novena planta de un hospital y ahora su ambulancia le acaba de dejar en la sala de urgencias, después de haber atravesado el caos de la ciudad.

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