Visión del ahorcado

Un hombre permaneció colgado de una farola del paseo de Recoletos durante varias horas

Fue José, uno de los dueños del café Gijón, el que finalmente se decidió a actuar. Sobre las doce del mediodía del domingo, una mujer dio la voz de alarma: había un hombre ahorcado en una farola del paseo de Recoletos; tenía la cabeza completamente amoratada y debía llevar allí varias horas. Una pareja entró en el viejo café. El chico llevaba la cara desencajada. José salió de la barra para comprobar la noticia. "Retiren de aquí a los niños, hay que cortar la cuerda. Voy a llamar a la policía", gritó a una multitud cada vez más numerosa y cada vez más inerte.

José Escamilla Villalba, de...

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Fue José, uno de los dueños del café Gijón, el que finalmente se decidió a actuar. Sobre las doce del mediodía del domingo, una mujer dio la voz de alarma: había un hombre ahorcado en una farola del paseo de Recoletos; tenía la cabeza completamente amoratada y debía llevar allí varias horas. Una pareja entró en el viejo café. El chico llevaba la cara desencajada. José salió de la barra para comprobar la noticia. "Retiren de aquí a los niños, hay que cortar la cuerda. Voy a llamar a la policía", gritó a una multitud cada vez más numerosa y cada vez más inerte.

José Escamilla Villalba, de 48 años, llegó el mismo sábado a Madrid. Vino de Rota (Cádiz), donde residía. Estaba casado y tenía seis hijos. Era natural de Utrera (Sevilla) y, al parecer, su oficio era el de pintor.Vino a despedirse de su hermana, que vive en la cercana calle del Almirante. No es fácil escrutar las razones de un suicida. Algunos vecinos apuntan "problemas familiares". Por la tarde, estuvo limpiando el coche y se fue a dar un paseo. A alguna hora de la madrugada del domingo, tensó una cuerda en uno de los brazos de una farola del paseo de Recoletos, esquina a Prim, y se ahorcó.

José Escamilla dejó una nota en su bolsillo: "Hoy es el día de los desamparados y yo lo estoy por mí mismo. Avisen a mi hermana". Y un teléfono de una casa de la calle del Almirante. Vestía un mono azul y, según los primeros testigos, un reloj espejeaba en su muñeca. El cadáver del ahorcado permaneció suspendido de la farola al menos ocho horas.

Los polvorientos volúmenes de viejo ocultaron a los paseantes la visión del ahorcado. En el paseo de Recoletos se celebra desde hace días la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Dos hileras de casetas conforman un corredor por el que pasean los aficionados y los curiosos. Entre la parte posterior de las casetas y la calzada central por la que discurre el tráfico, no queda más que una fila de arbustos y de farolas. De la segunda farola, en el tramo que va desde la calle de Prim a la plaza de la Cibeles, se ahorcó José Escamilla.

Los automovilistas que circularon durante toda la madrugada y las primeras horas de la mañana del sábado, no se percataron del cuerpo inerte, o no lo distinguieron, o no se detuvieron a comprobarlo. "Podía ser un muñeco, una cosa rara ahí colgada", dice J. Cintas, responsable de una de las casetas.

Los libreros abrieron a las diez de la mañana del domingo. A diferencia de otras ferias, las casetas se abren por la parte delantera. Nadie descubrió el cadáver. Tampoco el servicio de seguridad, contratado para vigilar la feria durante la noche.

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A mediodía, la suegra del librero J. Cintas paseaba con uno de sus nietos por la parte posterior de la feria. Una señora con otro niño observaba petrificada el cadáver.

La noticia se extendió entre los libreros. Una multitud se fue congregando ante un cadaver rígido, con la lengua fuera y la cabeza amoratada. "Estaba como duro y frío cuando le bajaron", dice un testigo presencial; "en realidad, la cosa fue muy rápida desde que se telefoneó".

La policía acudió a los pocos minutos. El juez de guardia pasaba casualmente por allí y levantó el cadáver. "Empezaron a parar los coches" recuerda J. Cintas "como si hubieran descubierto de pronto el cadáver desde la calzada, y se formó un pequeño atasco". Don José salió disparado de la barra del café Gijón. Se entablaron varias conversaciones sobre lo que debía hacerse Don José discutió con un policía militar, que hablaba desde el grupo de curiosos. El dueño del Gijón asumía la responsabilidad de cortar la cuerda y bajar el cadáver; el soldado, se oponía: no se podía tocar nada hasta que llegara la policía o el juez.

"Se habían congregado ya decenas de personas, todos como pasmarotes, allí plantados", recuerda don José. "Le dije a las señoras que se llevaran a los niños y mandé ir a por una escalera al café. Un niño, fíjese usted, tiraba de la mano de su madre y decía: 'Que no miro, mamá, que no miro'".

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