Tribuna:

La tentación del orden

Cuando a niveles cotidianos aún entendemos la posmodernidad como un conglomerado de cosas, cajón de sastre no siempre claro, una idea parece irse decantando, desde el arte a la vida misma: un ingrediente importante de la posmodernidad es el retorno clásico, la vuelta a la tradición. Pero ese reestudio de la tradición, esa reutilización crítica de lo clásico, esencialmente buena en cuanto que así se ha renovado casi siempre la cultura occidental, empieza a ser peligrosa al tornarse excesiva o propender al anquilosamiento. Y aun al trasvasarse del arte a la moral colectiva. Aprender la tradición...

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Cuando a niveles cotidianos aún entendemos la posmodernidad como un conglomerado de cosas, cajón de sastre no siempre claro, una idea parece irse decantando, desde el arte a la vida misma: un ingrediente importante de la posmodernidad es el retorno clásico, la vuelta a la tradición. Pero ese reestudio de la tradición, esa reutilización crítica de lo clásico, esencialmente buena en cuanto que así se ha renovado casi siempre la cultura occidental, empieza a ser peligrosa al tornarse excesiva o propender al anquilosamiento. Y aun al trasvasarse del arte a la moral colectiva. Aprender la tradición y servirse de ella como de un trampolín para saltar adelante o sumergirse más en lo hondo ha sido desde el Renacimiento a Eliot el modo que ha seguido la tradición occidental para crear novedades (teniendo en cuenta el talante individual y el afán rupturista -que unía con otras tradiciones- de la vanguardia), por lo que nada tenía de sospechoso que -mediando los años setenta- la pintura (con el realismo mágico) volviese al estudio de los grandes maestros barrocos o manieristas; la novela tornase a la narratividad factual y al argumento; la poesía, al sabor clásico de la experiencia o del biografismo, y la arquitectura más nueva, a utilizar formas que parecían periclitadas, como la columna o el adorno de órdenes griegos, a más de una imaginación no geometrizante en la que nadie hubiera creído apenas 10 años atrás. Insisto, a mí este giro clasicizante de la cultura me gustó -y me gusta- porque veo en la reutilización de la tradición un modo sabio de ser nuevo y renovarse. Y hasta llegué a soñar en un paganismo nuevo porque creía entender que una moral libre -una moral ya no sometida al conservadurismo o la intransigencia católicos- daría salida real a un clasicismo auténtico, si era precisamente la rígida moral intolerante lo que había hecho fracasar los sucesivos retornos clásicos de nuestra cultura convirtiéndolos pronto en neoclásicos o seudoclásicos; esto es, en anquilosados en la mera forma. Y es que un clasicismo que sólo sea formal, que no conlleve libertad moral y creatividad individual -fuerza personal- me parece, a corto plazo, un clasicismo muerto. ¿Cómo desentenderse de la novedad y del progreso? Me da la sensación -pero esto merece bien análisis aparte- que mucha literatura actual (y una parte de la poesía esencialmente), finalizando la década del ochenta, ha olvidado el uso de la tradición clásica -su uso renovador- y se deleita en el neoclasicismo: formas tradicionales, suaves temas de siempre, ¿o diré mejor subtemas? Porque ya no es el amor, sino su melancolía; no la pasión, sino su imposibilidad. Pero me interesaba, tras este prólogo, acudir a la moral, a la ética. Quienes aman el clasicismo y la tradición suelen ser -solemos ser- personas idealistas. Aspiramos -acaso sólo como desideratum-, pero aspiramos, a un mundo más noble y mejor, a una realidad más bella. Queremos o sofiamos la perfección en todo; que la sepamos íntimamente imposible es otra cosa. Y en tal búsqueda de la perfección, el orden, el equilibrio, la armonía, son básicos. ¿Quién, como aquel fraile Luca Pacioli, no ha soñado, vital y culturamente, en la divina proportione? Rigor, equilibrio, inteligencia, mesura. Alentados, pues, por un sentido renovador del clasicismo y cansados del compromiso político que llevaba a la decepción grupal, y viendo el fracaso práctico de los grandes ideales colectivistas revolucionarios que se olvidan del hombre y de su libertad (Flaubert decía: "A medida que la humanidad se perfecciona, el hombre se degrada"), ¿cómo no volver tímidamente la mirada, ahora en lo político, a donde siempre estuvo el orden? Quienes esto hicimos -y no somos pocos- no resultamos ser tan ciegos, si bien se mira. El progresismo nos había habituado ya a la izquierda divina (gustos exquisitos y mentalidad avanzada), y la derecha se esforzaba en adornarse con el adjetivo nueva, lo que quería decir -suponemos- pretención de la intolerancia, avance moral y liberalismo. Es decir, que, observando un poco, tanto daba gauche divine como derecha exquisita. ¿Creímos -creí- que la nueva derecha, con su siempre seductor sentido de la elegancia, era algo así como otro anarquismo divino? En realidad cualquiera de esos rótulos está muy cerca. Y los que sentimos esa tentación del orden -grata tentación también de llevar la contraria- pirueteamos entre nuestro afán de clasicismo y el tono cautivador del libertino en un salón marquesal. Ya en 1926, en medio de la batahola vanguardista, Jean Cocteau, siempre juguetón e inteligente, había entrevisto la seducción del clasicismo en su célebre Rappel à lordre: la tentación -frente a lo disgregante- del llamamiento al orden. Pero hoy, ahora, las cosas están cambiando. Y quienes sentimos la tentación del orden tenemos -tengo- la sensación de haber vivido, parcialmente, un espejismo. Lo que en literatura -en poesía- es seducción neoclásica, en la vida social, en lo moral, también en lo político, es tentación conservadora. (No es lo mismo el orden moral que el orden estético.) Bajo capas light de modernidad, bajo una momentánea suavidad intrascendente, se nos invita a la nueva sobriedad, al neoconservadurismo, a la no coffee generation, que dicen en Estados Unidos. Un mundo sin café, sin excitantes, pleno de ideales de conformismo, culturismo y retorno. Bajo la manta light se intenta derribar cuanto fue logro lentísimo: ver mal la heterodoxia, aplaudir la familia rígida, descreer de la pasión, abominar del cambio, del ideal y del progreso. Con lo que -suavemente- la nueva derecha (si se excluye a quienes pirueteábamos) viene a ser la derecha vieja, y la nueva sobriedad es, llanamente, la sobriedad más vetusta. ¿Era esta cada vez más palpable vuelta al conservadurismo lo que anhelábamos? ¿No es peligrosa -para la tolerancia misma- la tentación del orden? Sí, esto es exactamente cantar la palinodia. Creo que quienes coqueteamos con la derecha nos equivocamos, porque la actual ola neoconservadora amenaza anegamos. Yo no descreo del apetito clásico (vitalmente sentido, con moral tolerante y abierta), no descreo del buen gusto ni me asusta la seducción -buena cuando se entiende hondamente- del lujo. Creo en el hedonismo y en el bien -y buen- vivir. No entiendo que en la izquierda tradicional -en tantos momentos rancia y conservadora- esté la solución. Pero sé y siento que si no se debe elegir (es decir, si no se puede creer a pies juntillas en un programa político doctrinal), tampoco se puede ceder. Hay una incuestionable necesidad de que la vida cambie y se mejore, y de que lo que se ha conseguido no se caiga por una mala lectura de la moda. El verdadero humanismo a que todo clasicismo invita implica progresismo moral, politeísmo, sentido social de la justicia y creencia absoluta en la libertad del individuo para vivir como quiera y aun para morir como decida. Sólo la violencia es un límite al hombre. Y hoy vuelven a surgir viejos fantasmas. La tentación del orden es buena, si hubiese un hombre totalmente libre. Porque, al fin, la genuina tentación del orden no es una tentación conservadora.Creo en la coherente incoherencia de los radicales. Y a la vista del nuevo aburguesamiento -que también prende entre la intelectualidad- estoy por decir que apuesto por la tentación del desorden. Por la sana, noble y eterna rebeldía.

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