Tribuna:

Crítica de la razón económica

Parecería que en el núcleo de la conflictividad creciente suscitada en latitudes nuestras por ciertas políticas del poder se situase la imagen que éste da explícitamente de sí mismo como detentador exclusivo de la racionalidad. Resultó, en efecto, sorprendente la persistencia y la monotonía con que, en las jornadas que precedieron a la memorable movilización del 14 de diciembre, los representantes -mayores, menores y mínimos- del Gobierno y del partido declararon, con mecánica capacidad repetitiva, que esa movilización conjunta de sindicalistas y simples ciudadanos estaba exenta de racionalida...

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Parecería que en el núcleo de la conflictividad creciente suscitada en latitudes nuestras por ciertas políticas del poder se situase la imagen que éste da explícitamente de sí mismo como detentador exclusivo de la racionalidad. Resultó, en efecto, sorprendente la persistencia y la monotonía con que, en las jornadas que precedieron a la memorable movilización del 14 de diciembre, los representantes -mayores, menores y mínimos- del Gobierno y del partido declararon, con mecánica capacidad repetitiva, que esa movilización conjunta de sindicalistas y simples ciudadanos estaba exenta de racionalidad.Es grave en el contexto político -o en cualquier otro -atribuirse en exclusiva el territorio de la racionalidad. En esa perspectiva parecía evidente, una vez consumados los hechos, que el Gobierno iba a reasumir -forzosamente- con los interlocutores sociales un diálogo en el que éstos entraban -según la estimación previa, nunca rectificada- en calidad de portadores de una irracionalidad esencial. Diálogo, pues, condenado de antemano al fracaso o diálogo que, falto del indispensable reconocimiento de la razón del otro, no podía llegar a constituirse como tal.

Antes y después del 14 de diciembre, el Gobierno ha aparecido sobrecargado de razón. Ocioso sería aclarar que la racionalidad a la que el poder ha apelado con tan admirable convicción es una racionalidad económica a la que el Gobierno, desde hace tiempo, parece venir restringiendo toda el área de lo racional. La gestión del Gobierno socialista pasará a la historia sobre todo por sus opciones de política económica, que ha presentado y sigue presentando con la tenaz pretensión de quien habla desde los postulados inamovibles de una racionalidad que no da lugar a otra alternativa.

La no existencia de alternativa es el postulado natural del dogma siempre que éste se constituye. Y ciertamente hay un dogmatismo en la línea económica del Gobierno, bien visible en la seguridad o en la jactancia de los correspondientes responsables o portavoces.

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Talarga de razón -y es éste un hecho que puede tener particular interés para nosotros, ciudadanos de a pie, bombardeados tan a menudo por la abstracta o abstrusa superioriolad de la economíachoca curiosamente con lo que, desde la doble perspectiva de la reflexión teórica y del ejercicio de la profesión, cabría acaso llamar crisis de la razón económica. En ese sentido, la excluyente racionalidad de los asesores econórnicos del Gobierno socialista podría haber hecho a éste un flaco servicio.

Es, cuando menos, sorprendente un Gobierno que a la presunta irracionalidad social opone una racionalidad económica cuyos ffindamentos teóricos resultan estar hoy fuertemente cuestionados por una importante fracción de economistas, y no sólo desde posiciones radicales, sino incluso desde posiciones neoconservadoras.

Sin duda sorprenderá -o consolará- al común de los mortales comprobar que, paralelamente a la posición axiornática de un poder que declara la inexistencia de políticas económicas alternativas, el economista puede cuestionar, incluso en una perspectiva moderadamente crítica, "la idea convencional de que hay una sola o una óptima teoría económica y de que todas las demás son falsas" (Baranzini y Scazzieri, Foundations of economics, 1986). La utilización del argumento económico como racionalidad suprema o excluyente también se compadece mal con afirmaciones como la que sigue: "Actualmente, la incapacidad de la economía para proporcionar orientaciones fidedignas de política general o una imagen creíble de la realidad es penosamente clara" (D. Bell e I. Kristol, The crisis in economic theory, 1981).

Parecería hoy al profano, si se aventura con inocencia por estos territorios, que es precisamente toda una racionalidad económica, fundada en pretensiones abusivas acerca de su universalidad y de su totalización como ciencia, la que corre el riesgo -saludable- de desmoronarse.

Considere el lego, como el presente autor en calidad de tal lo hace, las siguientes declaraciones de Wassily Leontief, premio Nobel de Economía, acerca de la pretensión científico-matemática de la razón económica: "No habiendo estado sujeto desde el comienzo a la dura disciplina del acopio sistemático de hechos, tradicionalmente impuesta a sus colegas y aceptada por éstos en las ciencias naturales e históricas, los economistas han desarrollado una predilección casi irresistible por el razonamiento deductivo. En realidad, muchos se han incorporado a la economía después de haberse especializado en matemátíca pura o aplicada. Página tras página, las publicaciones económicas profesionales se presentan atiborradas de fórmulas que llevan al lector desde series de presupuestos más o menos plausibles, pero enteramente arbitrarios, hasta conclusiones teóricas formuladas con precisión, pero perfectamente irrelevantes" (prólogo a "y economies is not yet a science. Eichner y colaboradores, 1983).

El cuerpo central o el sector dominante -como acaso cabría traducir el término mainstream- de la teoría económica parecería haber perdido, a ojos de muchos representantes nada desdefiables de la profesión, toda capacidad para describir la realidad, y en particular, la realidad económica.

La aplicación de la matemática pura a la teoría económica remite a ésta a la formulación de presupuestos matemáticos iniciales o puntos axiomáticos de partida. "Nada importa que esas formulaciones axiomáticas describan lo que sucede en el mundo real. En cierto modo, es más ventajoso que se alejen considerablemente de la realidad, ya que así los hechos del mundo real resultan irrelevantes para la disciplina y no pueden utilizarse para contradecirla o desacreditarla (...). De ahí que todo parecido entre esos ejercicios de la teoría de las formulaciones axiomáticas y los mercados reales -competitivos o de otra índole- sea no ya puramente accidental, sino meramente inexistente" (J. Blatt, en Why economics is not yet a science).

Resulta así patética la parálisis de la teoría o de la ortodoxia económicas centradas en una entidad abstracta, "el hombre económico racional", y ciegas, en cambio, para la importancia efectiva de la organización social. El vaciado radical de los modelos viciados por el formalismo -o, en definitiva, por una seudorracionalidad- acaba de ser objeto en Italia de una áspera y reciente denuncia, que ha trascendido a la Prensa de gran público, como La Repubblica o L'Espresso, y que han encabezado tan reconocidos economistas como Sylos Labini.

Quizá conviniera distinguir, aun corriendo el riesgo de una relativa simplificación, entre lo que cabría llamar la racionalidad económica pura y la racionalidad económica práctica. La primera parece haber derivado, según hemos visto, al territorio de la academia, de la abstracción y de los dogmas; la segunda, al de los negocios, la banca o la especulación.

En esta segunda perspectiva, el fácil y fructuoso trasplante de algún notorio personaje económico de las legislaturas socialistas de la economía pública a la finanza privada, que ha podido escandalizar a cierta opinión de buena fe, se encuadra con toda normalidad -o con toda vulgaridad- en un proceso nada insólito definanciarización de la economía, que se inició tiempo atrás y ha alcanzado su pleno apogeo conla reaganomía del presente decenio. Tal vez, el valor dominante en ese contexto sea el de la predictividad atribuible al saber económico, que ingresa así en territorios donde -siempre a ojos del profano- los modelos predictivos parecerían coexistir con la cartomancia o con la simple iniciación.

Característica también vulgar de esos procesos es el hecho de que toda posibilidad de síntesis entre realidad económica y realidad social deje de interesar o simplemente se desvanezca. De ahí que la petición de un giro social -que habría de entenderse como posibilidad explícita de restaurar dicha síntesis- sólo pueda parecer a los gestores de la economía, propietarios de una racionalidad autónoma, un gesto irracional. Se sabe ciertamente que la más perfecta autonomía de la racionalidad se da en los sistemas delirantes. ¿Empezarían a aproximarse a éstos ciertas formas de razonamiento político-económico?

Las opciones económicas del poder se han justificado entre nosotros en una perspectiva pragmática, criterio con el que se significaba, al menos hacia una amplia masa de votantes, una acción económicamente eficaz e ideológicamente neutra. Quizá fue ése el primer gran engaño. El pragmatismo, nunca neutro, es un gran generador de ideología. A muy corto plazo, la opción pragmática produjo por sí sola, en el interior del partido en el poder, un desplazamiento ideológico de signo manifiesto.

"La economía", ha escrito Joan Robinson, "nunca puede escapar de la ideología. En toda actividad humana o en toda línea de investigación hay siempre una derecha y una izquierda, una posición ortodoxa y otra radical, una defensa del statu quo y una demanda de cambio (...). Los economistas independientes están obligados a hablar desde el lado de lo humano". Los políticos también, es de esperar.

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