Tribuna:

Del amarillo y sus tonos.

El amarillo es un color peyorativo, por lo menos, para dos cosas: los sindicatos y la Prensa. Ignoro el origen del calificativo a la hora de designar las organizaciones obreras controladas por los empleadores, pero es preciso decir que la Prensa amarilla nació por casualidad. Un tipógrafo descuidado dejó caer un tintero de ese color sobre las historietas del dibujante Outcault en el periódico de Joseph Pulitzer, El Mundo. Y a partir de ahí, el protagonista de los dibujos, un mozalbete travieso, pasó a llamarse Yellow Kid y a teñir con su pátina el nombre de la Prensa sensacionalista. De...

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El amarillo es un color peyorativo, por lo menos, para dos cosas: los sindicatos y la Prensa. Ignoro el origen del calificativo a la hora de designar las organizaciones obreras controladas por los empleadores, pero es preciso decir que la Prensa amarilla nació por casualidad. Un tipógrafo descuidado dejó caer un tintero de ese color sobre las historietas del dibujante Outcault en el periódico de Joseph Pulitzer, El Mundo. Y a partir de ahí, el protagonista de los dibujos, un mozalbete travieso, pasó a llamarse Yellow Kid y a teñir con su pátina el nombre de la Prensa sensacionalista. De entonces acá, los que nos dedicamos a los menesteres de la comunicación sabemos que en los países sajones, que son, al cabo, la cuna de la moderna libertad de expresión, la gente se ha acostumbrado a distinguir entre periódicos de calidad (quality papers) y los otros. Algo que los españoles tradujimos de antaño al discriminar entre Prensa seria y sensacionalista. La primera -se supone- es la generadora de opinión pública, la que demanda la reflexión de sus lectores y apela a su intelecto. La segunda es un simple regodeo del apetito. Ambas conviven en los países democráticos y ninguna de ellas se encuentra en las dictaduras.Es cierto que el descrédito, la falta de rigor, la impunidad en que se mueven y la carencia de moral que envuelve a las publicaciones amarillas salpica con frecuencia la credibilidad de la Prensa como instrumento del pluralismo político y como institución de control del poder. Pero esta confusión, que vivimos desde hace tiempo en España, no es exclusiva de nuestro país. En el Reino Unido, Margaret Thatcher ha intentado repetidas veces medidas censorias de la libertad amparándose en los excesos probados de los diarios populares, sostenidos éstos, sin embargo, en ocasiones por personajes muy afines a la primera ministra. Lo peculiar de nuestro caso es que durante una década se nos había llenado la boca a los periodistas de loas a nosotros mismos, como paladines invictos de la transición democrática y de la libertad de nuestros ciudadanos. Y ahora resulta que nos vemos cubiertos por el propio lodo que pacientemente muchos de los nuestros vienen arrojando sobre la dignidad profesional y la norma básica que debe inspirar toda nuestra conducta: el respeto a nuestros lectores, símbolo, al fin, del respeto que nos debemos a nosotros mismos.

O sea, que estoy de acuerdo con los que señalan que, entre las muchas cosas que necesitan de autocrítica en este país, los periodistas y los periódicos ocupamos lugar de preferencia, y que la incapacidad de la Administración de justicia o de cualquier otro resorte social para corregir los abusos y delitos que desde la Prensa se cometen exige cuanto antes la creación de un sistema de autocontrol, al estilo de los Consejos de Prensa que otros países democráticos conocen. No sólo porque está en juego nuestra credibilidad, sino también porque la actual situación abona los deseos manipuladores y censores del poder (cosa que ha sido bien evidente en medidas como la reciente regulación técnica de la radio en frecuencia modulada o las leyes sobre televisión.

Pero dicho todo esto es preciso añadir que, al fin y a la postre, la Prensa no es sino el escaparate de la sociedad en que se produce, y que la falta de límites que algunos de sus miembros vienen demostrando últimamente es del todo comparable a la que se exhibe en muchas otras instancias. Estamos ante un ascenso en picado del oportunismo social y un creciente desprecio a las normas, mientras asistimos a la desaparición de cualquier sistema de valores -o de criterios- firme que sirva de referencia al comportamiento público. En realidad, la nueva filosofía del éxito -o la pasión del dinero, que parece haberse adueñado de tantas conductas- responde a un comportamiento tan amarillo o más que el del sensacionalismo periodístico. Y sí hay una asignatura pendiente de abordar por los gestores del cambio democrático es la de levantar un código consensuado o aceptado para nuestras actitudes sociales.

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La construcción del nuevo régimen trajo felizmente consigo el abandono de ideologías que justificaban un concepto represivo de la convivencia. Pero hemos sido incapaces hasta ahora de elaborar un nuevo sistema de valores que responda eficazmente a un principio esencial de la democracia cada vez menos venerado entre nosotros: el de que el fin no justifica necesariamente los medios. La ausencia de límites a la hora de establecer los métodos, el olvido de que la libertad propia termina donde comienza la de los demás, amenaza con hacer perder a la Prensa el prestigio que justamente se había ganado durante la primera transición. Pero lo mismo puede decirse del Gobierno, de los sindicatos y de otros agentes de la vida pública. Nos movemos en un mundo en el que progresivamente todo es válido si es eficaz o útil. La pretensión de que sea únicamente la ley y su aplicación el elemento corrector de estos desvíos es absurda. Las sociedades necesitan dotarse de sistemas de consenso mucho más amplias, y es imposible solicitar del aparato judicial la resolución de todos los conflictos o el castigo de todos los abusos.

Lo curioso es que, estando todo el mundo más o menos de acuerdo con este diagnóstico, seamos tan incapaces de aplicar las medidas para atajar el mal. No me cabe duda, por ejemplo, de que en la base de las últimas protestas sindicales late el deseo de resucitar un movimiento de regeneración similar al que en su día quiso identificarse con el llamado proyecto socialista. Pero en la instrumentación misma de la protesta se ha caído en no pocos males de los que denunciaban. Comenzando por la convocatoria de una huelga general de tintes políticos, basada en el oportunismo de los comunistas y en la liquidación de cuentas entre diversas familias del socialismo, y continuando por su ignorancia -primero de la realidad parlamentaria y sus deseos-después- de inscribirse en ella, los sindicatos se muestran cada vez más como un poder fáctico. Su pretensión de suplantar a los órganos de representación política en la discusión del presupuesto y en la atribución del gasto público, su incapacidad para hacer frente al corporativismo de algunos colectivos de trabajadores y su silencio, cuando no su exaltación del sabotaje que acabó con las emisiones de televisión en los comienzos de la huelga, ponen de relieve esa ausencia de límites en el método, con tal de que éste surta efecto. Claro que, nuevamente, las faltas sindicales palidecen si se contempla el abandono en el que el Gobierno dejó durante años al Parlamento, el creciente ensimismamiento de la clase política encerrada en un círculo penetrable sólo por quienes los notables permitan y el fulanismo que padecen las formaciones de la oposición. Para no hablar del entronamiento del empresario especulador frente al empresario creador de riqueza, que es uno de los espectáculos más lamentables del llamado neocapitalismo español.

Sería ridículo deducir de todo esto que España es un país simplemente corroído por la depravación moral o la falta de ética. Y es imposible creer que lo que sucede se deba sobre todo a la maldad humana o a la perversidad y el vicio de los líderes sociales. El problenia atañe a la inexistencia deun marco de principios y de criterios en el que moverse; a la necesidad de una especie de restauración moral, antes de que ésta venga trufada de magias y esperpento. Es ésta una tarea nacional, y aun transnacional. En ella todos tenemos un papel a la hora de recuperar la decencia intelectual en el debate político resucitar la ilusión ética y enender que incluso la moral del éx¡to es precisamente una moral. En definitiva, de lo que se trata es de reinventar el espíritu regeneracionista y solidario que durante tanto tiempo ha dado tan estupendos frutos al esfuerzo democratizador de este país. Pero nada de eso será posible mientras el resentimiento, el lucro o la envidia sean motores de quienes deben ejercer la crítica; y la megalomanía, la pulsión más contundente de los que la sufren desde el poder.

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