Tribuna:

La hojalata constitucional

El dicho popular atribuye la celebración de las bodas de hojalata a la conmemoración de una década de cualquier cosa. Adjudiquemos la hojalata, pues, a la Constitución española, cuya madura adolescencia cumple hoy 10 años. Junto a las sonoras sandeces que algunos insignes padres de la patria -y de la propia Constitución- no se avergonzaron de declarar en el sentido de que ésta es la más moderna, la más democrática y, también, la más larga de cuantas Constituciones ha conocido la historia del mundo, lo mejor que se puede decir de ella es que ha facilitado una etapa de libertad y paz como ningun...

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El dicho popular atribuye la celebración de las bodas de hojalata a la conmemoración de una década de cualquier cosa. Adjudiquemos la hojalata, pues, a la Constitución española, cuya madura adolescencia cumple hoy 10 años. Junto a las sonoras sandeces que algunos insignes padres de la patria -y de la propia Constitución- no se avergonzaron de declarar en el sentido de que ésta es la más moderna, la más democrática y, también, la más larga de cuantas Constituciones ha conocido la historia del mundo, lo mejor que se puede decir de ella es que ha facilitado una etapa de libertad y paz como ninguna otra en la historia de España. Y eso pese a sus inevitables defectos, entre les que hay precisamente que contabilizar su excesiva ex que desdice de las virtudes proclamadas por Gracián en torno a la brevedad y bondad de las cosas terrenas.No cabe duda, así, de que la Constitución española actual ha demostrado su eficacia como instrumento jurídico para regir la convivencia de nuestros ciudadanos. Algunas sentencias memorables del tribunal que custodia su aplicación, como la referente a la ley antiterrorista o la que sancionaba la legalidad de la expropiación de Rumasa, han ido, además, creando un cuerpo de doctrina constitucional cada vez más abultado, que se añade así al acervo de principios, criterios por los que la vida política ha de regirse. Pero tanta eficacia y tan evidentes tanta servicios prestados no hubieran sido posibles sin el concurso activo de la ciudadanía, y de sus a la hora de hacer buenos los proplos principios constitucionales. La abundancia de leguleyos en nuestra vida política conlleva con. frecuencia la aceptación de que son las normas, y no los hombres que las aprueban y aplican, los sujetos activos de las relaciones sociales. La creencia de que en las Constituciones reside la respuesta y solución a todas las dudas del devenir político es del todo ridícula. Los buenos profesores de la especialidad, como Manuel Jiménez de Parga, se muestran mucho más escépticos ante semejantes asertos que el elenco de técnicos legislativos que ha tomado por asalto nuestra vida pública.

La ley, en un país democrático, ne, debe ser sino el reflejo cabal del consenso entre los ciudadanos, la objetivación de un deseo o una transacción comunes que a todos obliga. La sacralización de la norma, como la de cualquier otra cosa, conlleva su tendencia a la inmutabilidad. Y esta tendencia, en el caso de la Constitución española, se ha hecho patente, con motivo de las celebraciones que ahora nos ocupan, en declaraciones de todos cuantos contribuyeron a redactarla en su día. Los padres constitucionales se nos muestran, cuando así hablan, revestidos de una autoridad moral que sobrepasa sus merecimientos. Ellos redactaron el texto, pero difícilmente pueden apoderarse de su significado. Su negativa a reformar el texto vigente reviste las características de la respuesta de un oráculo: "Si ellos dicen que no, entonces será que no".

No hay oráculo capaz, empero, de negarse a la evidencia de que la Constitución española no ha sabido resolver con acierto La cuestión de las autonomías y de que los contenciosos históricos que éstas representan permanecen vivos, y en ocasiones agravados, una década después.

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El fracaso, que no oculta, pero cesde luego empalidece los numerosos y encomiables triunfos del documento, reside en el hecho de que, pese a haber creado las condiciones que permiter la existencia de una autonomía real en Euskadi y Cataluña, Ios conflictos políticos entre ambas autonomías y el poder central siguen vigentes. Esto es así incluso pese al avance gigantesco que supusieron los estatutos de Sau y Guernica; ocasión, por cierto, que se aprovechó en el tema vasco para corregir errores cometidos en la redacción del texto constitucional y que agraviaron al Partido Nacionalista Vasco hasta el extremo de negar este su apoyo al sí en el referéndum. Actualmente, la ambigüedad existente en el texto en lo que se refiere a los poderes exclusivos del Estado y a lo: que legítimamente corresponden a los Gobiernos y Parlamentos autonómicos es fuente de continuos desajustes y tensiones. La definitiva normalización de nuestra vida pública exige un deslinde claro en este terreno, y por eso una solución política para el problema vasco incluye también una revisión constitucional.

Como toda prudencia es poca a la hora de retocar un texto semejante, hace ya tiempo que se debería haber abierto el debate al respecto; en el Parlamento y en la calle. Lo mismo podría decirse -y en realidad muchos lo hemos repetido hasta la saciedad- de la referencia a la provincia como circunscripción electoral, que es un factor de distorsión añadido a todo el entramado autonómico. Por último un reforzamiento del Senado como cámara de representación territorial y la atribución de mayores poderes a quienes a integran sería necesario para completar una reforma capaz le asumir los retos producidos por la propia construcción del Estado autonómico.

Cuando Felipe González declaraba el domingo pasado al director de este periódico que "éste es el momento para abrir un debate político, económico y social", ignoraba en realidad que el momento viene siéndolo hace mucho tiempo. Cuestión central de ese debate, si es sincero y no quiere quedarse en pura simulación, ha de ser la mejora del texto constitucional, valioso pero inevitablemente perfectible. La búsqueda del consenso sobre los puntos que deberían incluir dicha reforma y la concreción final de la misma han de llevar aún unos cuantos años, por lo que no es cosa de dilatarla más. La discusión en torno a ello puede servir, de paso, para revitalizar a las fuerzas políticas, dar contenido a su actuación y, acabar con el fulanismo que azota al centro derechha. Si el debate incluye, además, una reflexión sobre el sistema de representación, las leyes electorales y los reglamentos de las Cortes, en una palabra, si alguien tiene el coraje de admitir que hay cosas que pueden y, deben hacerse para que la clase política de la transición no se convierta en una casta ni se petrifique en la nostalgia, la clarificación que el propio presidente del Gobierno parece demandar se llevará a cabo. De otra forma, las protestas que hoy atruenan el panorama pueden ser el anuncio de quiebras mayores en el edificio político. La única manera de saber que esta Constitución ya a perdurar en el tiempo, que el régimen que ampara va a sucederse a sí mismo y que la democracia de la Monarquía parlamentariario resultará un paréntesis más en nuestra historia, es aprovechar los tiempos de bonanza y estabilidad institucionales para prever, y evitar, las tormentas del futuro. De manera que la hojalata de hogaño se convierta sin esfuerzo en el metal precioso de ulteriores celebraciones.

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