Editorial:

Después del divorcio

DE UN tiempo a esta parte se ha hecho audible el clamor social que aboga por una solución del gravísimo problema que plantea el impago de las pensiones alimenticias en los casos de divorcio y de separación matrimonial. Mujeres abogadas, expertos matrimonialistas, jueces y fiscales de familia, grupos parlamentarios y hasta el propio Gobierno comienzan a preocuparse por una situación que afecta a una parte importante de las 300.000 parejas que se han separado o divorciado en España desde que en septiembre de 1981 entró en vigor la Ley 30/1981, más conocida como la...

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DE UN tiempo a esta parte se ha hecho audible el clamor social que aboga por una solución del gravísimo problema que plantea el impago de las pensiones alimenticias en los casos de divorcio y de separación matrimonial. Mujeres abogadas, expertos matrimonialistas, jueces y fiscales de familia, grupos parlamentarios y hasta el propio Gobierno comienzan a preocuparse por una situación que afecta a una parte importante de las 300.000 parejas que se han separado o divorciado en España desde que en septiembre de 1981 entró en vigor la Ley 30/1981, más conocida como la ley del divorcio.

De aquellas fechas acá, la legislación española que regula la separación y el divorcio ha demostrado su operatividad en lo que se refiere al tratamiento rápido de la ruptura matrimonial. Pero ha puesto tambien en evidencia su lenidad ante las situaciones creadas con posterioridad al pronunciamiento judicial, sobre todo la que se produce por el impago de la pensión estipulada por alimentos. Si a ello se unen el deficiente funcionamiento de la maquinaria judicial española y su escasa capacidad para hacer cumplir sus resoluciones, el resultado es el cotidiano incumplimiento del pago de pensiones, que afecta al 50% de las sentencias de separación y divorcio. Y si, más allá de las cifras, se ahonda en la realidad social que provoca esta situación, el panorama adquiere trazos realmente sombríos: niños y adolescentes que sufren los efectos de una reducción drástica de su nivel de vida y madres que sobreviven en unas condiciones económicas realmente precarias.

Sin duda que a esta falta de entendimiento posmatrimonial contribuye de manera decisiva el clima de enfrentamiento que motiva, en la mayoría de los casos, la ruptura conyugal: todavía un 60% de los casos de separación y de divorcio se deciden sin mutuo acuerdo, aunque se nota una progresiva tendencia a la disminución de este porcentaje. Ello hace que el proceso judicial se convierta en una pelea entre los cónyuges, que se prolonga durante el largo período de ejecución de la sentencia. No sólo el cónyuge obligado a pagar una pensión alimenticia se resiste a hacerla efectiva; también el que tiene atribuida la guarda y custodia de los hijos pone obstáculos al cumplimiento del régimen de visitas establecido a favor del otro cónyuge. Con frecuencia, el incumplimiento de las obligaciones de uno se toma como pretexto por el otro para hacer caso omiso de las suyas.

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El hecho de que las principales víctimas de esta situación sean los hijos en edades todavía necesitadas de protección y ayuda confiere al problema una dimensión social ante la que no pueden quedar pasivos los poderes públicos. Las voces que reclaman una reforma legal que obligue al pago efectivo de las pensiones alimenticias son generalizadas, y hasta el Gobierno parece dispuesto a crear un fondo económico para subvenir a esta necesidad. La reforma legal es a todas luces precisa, pues la ley ha sido claramente ineficaz en este terreno. Por eso es de lamentar que la reforma anunciada hace más de dos años por el Grupo Parlamentario Socialista se haya quedado en el tintero. Ahora parece que la Generalitat de Cataluña ha tomado el relevo y prepara una proposición de ley, para su discusión en el Parlamento, sobre la penalización del impago de las pensiones alimenticias.

Más problemática se revela la creación de un fondo económico de carácter estatal destinado a cubrir el desamparo del cónyuge y de los hijos afectados por el impago de pensiones. En principio, no parece que el Estado deba correr con cargas económicas que derivan de compromisos personales. Pero si consideraciones de tipo social aconsejan esta medida, su justificación ante el contribuyente sólo podría basarse en su carácter subsidiario respecto de quienes son los verdaderos deudores. No sería admisible que los fondos públicos sirviesen para subvencionar la irresponsabilidad de los que rehúyen el cumplimiento de sus obligaciones. En todo caso, estos problemas se irán suavizando según se hagan costumbre en la práctica social las separaciones y divorcios civilizados.

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