Tribuna:

Tierra adentro

Escribía en mi último artículo sobre el verano. Para ello, me sumergía en el pasado, le arrancaba a la memoria cuanto ésta guarda celosamente de esencial. Y de aquella aventura de regresar a los veranos de la infancia y de la adolescencia me quedaba a la vez un sabor dulce y amargo. Todo era densidad y ensueño en aquellos días, aunque contemplados desde el presente nos sintiéramos desposeídos de lo mejor que hubo en nuestras vidas. De ahí el amargor, la debilidad de las lecturas y de las vivencias de hoy, cubiertas como por una pátina de insatisfacción.Era una sensación experimentada al comien...

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Escribía en mi último artículo sobre el verano. Para ello, me sumergía en el pasado, le arrancaba a la memoria cuanto ésta guarda celosamente de esencial. Y de aquella aventura de regresar a los veranos de la infancia y de la adolescencia me quedaba a la vez un sabor dulce y amargo. Todo era densidad y ensueño en aquellos días, aunque contemplados desde el presente nos sintiéramos desposeídos de lo mejor que hubo en nuestras vidas. De ahí el amargor, la debilidad de las lecturas y de las vivencias de hoy, cubiertas como por una pátina de insatisfacción.Era una sensación experimentada al comienzo de los últimos veranos. Había que reaccionar contra ella. Mirando hacia el pasado y sus plenitudes uno siente martillear con monotonía en su cerebro los versos de Jorge Manrique, o recuerda la primera de las páginas de Moby Dick, el personaje de Melville petrificado, mudo frente a esa tienda de féretros que es la inanidad. De ahí la necesidad de salir de nosotros mismos, de nuestro pasado -fuera éste idealizado o perfecto-, para quebrar esa paralización, para disolver todo amargor. Y así como el personaje de Melville rompía,con la pasividad del presente perdiéndose en la inmensidad marina, yo, cercado todo el año por el vacío marino, decidí este verano tomar el coche y perderme en el mar de tierra, no parar hasta el Finisterre.

Un viaje por mar nos funde en la infinitud, pero un viaje por tierra está sometido -para lo bueno y para lo malo- a la concreción, a vueltas y a revueltas, a innumerables sorpresas. Comencemos por las concreciones negativas. Para el que marcha por nuestras carreteras, dos son las malas sorpresas con las que suele encontrarse, verdaderas obsesiones a lo largo de los días de viaje. En primer lugar, las alteraciones a que la naturaleza se ve progresivamente sometida con las tan burdas como mastodónticas construcciones rurales. En segundo lugar, el carácter difuso de las señalizaciones de las ciudades.

Para el que viaja despacio en coche y hace de ese viaje una deleitosa contemplación, los enormes silos (metálicos de hormigón) -recuerde el lector los que puede contemplar en el horizonte junto a los castillos de Arévalo y Medina del Campo-, las alargadas y pestilentes granjas agazapadas como blancuzcos gusanos en las laderas de los valles o en las entradas de los pueblos históricos, los faraónicos almacenes de estridentes colores, fríos y geométricos cual gigantescas cajas de cerillas, constituyen todo un martirio. Contra esta continua agresión al paisaje y al que lo contempla, contra este indiscriminado florecer de edificios desproporcionados, sólo cabe una solución: la urgente promulgación de una ley de construcciones en el medio rural que obligue a poner un poco de jardín aquí, un poco de pintura de tonos suaves allá; una ley que cuide de una, mínima estética sin encarecer la construcción y, sobre todo, que busque la armonía con el entorno. Una vez más recordamos que nadie está contra el progreso, sino contra el progreso que no respeta la armonía de todos.

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El carácter difuso y arbitrario de las señalizaciones de las ciudades en las carreteras es otro de nuestros genuinos males nacionales. (Me refiero, claro está, no a la señalización de las grandes rutas, sino a las de las secundarias, que es un problema no de ahora, sino de siempre.) El problema, sin embargo, también se padece a veces en las grandes ciudades. Uno puede ir por el centro de Madrid y se le señalará reiteradamente en los carteles dónde están Chamberí, Cuatro Caminos o Carabanchel, pero el pobre turista o el viajero de provincias jamás sabrá qué es lo que debe hacer para dirigirse a Toledo, Burgos o La Coruña. Pero el localismo de las indicaciones viarias hace también furor en el campo. Uno puede ir por carreteras secundarias hacia Santiago de Compostela y en contrará en cada cruce los nombres de los innumerables pueblos del entorno, pero rara vez se leerán los de las ciudades que indican un destino final. De esta manera, el viajero va y viene, vuelve y revuelve por los pueblos comarcales sin lograr salir del laberinto local.

Junto a estas dos persistentes obsesiones para el que viaja por carretera por placer hay que señalar una mejoría que, como es obvio, no es la ideal, pero sí notable para los que no gustan de las autopistas: la del trazado de determinadas vías;, trazado que ya no es el de 15 años atrás. Para ello basta recorrer los accesos a Galicia. Todavía hay, sin embargo, algunas sorpresas desagradables, doblemente desagradables por encontrarlas uno en su propia tierra. Hemos hecho este verano el recorrido de ida y vuelta del primitivo Camino de Santiago, y el único tramo intransitable del mismo está en la geografía leonesa. Me refiero al que asciende desde el bello pueblo de Molinaseca a El Acebo reptando al borde del abismo, lleno de innumerables socavones. En uno de ellos perdió la vida el pasado verano un ciclista, un peregrino extranjero que iba a Santiago. Los vecinos de aquellos parajes me dieron dos versiones sobre aquel abandono. Para unos, el arreglo está a punto de materializarse. Otros dicen que aquel tramo está premeditadamente mal porque en una de aquellas cimas se encuentra no sé qué misteriosa instalación militar y se desea, indirectamente, evitar el tráfico. Respétese el paso en paz de los peregrinos y asfáltese convenientemente aquel tramo inolvidable del Camino de Santiago. Si no, es mejor que se cierre totalmente al tráfico.

Pero puestos en camino para salir de nuestro pasado y de nuestro presente, he caído en los males y no en cuanto de placentero ha habido en este verano. Recuerdo por ello los días de sol pleno y de naturaleza espléndida en Galicia ("El hombre del tiempo es el mayor enemigo del turismo gallego", se lamentaba en un periódico de aquellas tierras, en sus declaraciones, uno de los representantes hoteleros); las secretas e inolvidables honduras del monasterio de Samos y los verdeoros del río Ulla, con el pazo de Oca abierto en sonoros jardines, pero, desgraciadamente, cerrado al visitante en sus estancias; el misterio casi cósmico de El Cebreiro, ese nido de águilas que mira a Galicia y a León desde sus milenarias pallozas quemadas en sus piedras por soles y nieves. Nos relajaron también las charlas parsimoniosas, abaciales, con Antonio Pereira por las calles de su Villafranca (¡qué hermosa la filigrana de las lajas que van apareciendo bajo la cal en los muros y cúpulas de la colegiata de esta villa.!) Compludo y su herrería del siglo VII, en donde el artificio se hace naturaleza o la naturaleza artificio; el valle del Silencio, Peñalba y Montes, la Tebaida leonesa, a la que ahora se accede por caminos en buenas condiciones...

En fin, nos hemos olvidado de la memoria infantil, que tanto pesaba en mi anterior artículo; hemos recuperado, aunque sólo fuera por unas semanas, la plenitud de los veranos pasados, en los que todo era descubrimiento. Hemos sentido de nuevo -más allá de los sobresaltos que nos producen algunos edificios rurales y de los laberínticos cruces de carretera con el sentido originario del viaje. Nos hemos movido sin las obsesiones propias del turismo de nuestros días: las reservas, los puntos fijos, las limitaciones. Nos hemos olvidado un poco de mapas y guías, aunque lleváramos con nosotros para leer los últimos libros de Cunqueiro (Los otros caminos, Hierba aquí o allá) y nos trajéramos el que sobre Galicia escribiera José María Castroviejo. El viaje ha sido otra vez un discurrir hacia lo puramente placentero, memoria infantil recuperada, ruta de iniciación.

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