Tribuna:

Pequeñajos

Los pequeñajos andan alborotados. Hace poco empezaron las clases y les inquieta el arcano de los libros nuevos, el incierto talante de los profesores, la libertad perdida. La infinitud de los nueve meses futuros requiere proyectos compensatorios y cada cual se lo monta como puede. Estudiar será una posibilídad, y hacer novillos, otra. Muchos practicarán deportes y muchos colmarán de maravillas su tiempo libre: desde leer cuentos hasta jugar a las chapas, desde matar indios hasta descubrir el amor en el colegio de al lado. Todos verán la televisión, por supuesto, y les deslumbrarán los atletas ...

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Los pequeñajos andan alborotados. Hace poco empezaron las clases y les inquieta el arcano de los libros nuevos, el incierto talante de los profesores, la libertad perdida. La infinitud de los nueve meses futuros requiere proyectos compensatorios y cada cual se lo monta como puede. Estudiar será una posibilídad, y hacer novillos, otra. Muchos practicarán deportes y muchos colmarán de maravillas su tiempo libre: desde leer cuentos hasta jugar a las chapas, desde matar indios hasta descubrir el amor en el colegio de al lado. Todos verán la televisión, por supuesto, y les deslumbrarán los atletas de Seúl. Ahí tienen tema.Este año les ha llegado también un tema inaudito: hay pequeñajos como ellos que se suicidan. Naturalmente, no pueden entenderlo. Los mayores, que tampoco lo entienden, fabulan teorías y se ponen muy ufanos. Explayada la teoría, la cokiciencia se aplaca y pretenden que aquí no pasa nada. Pero pasa. La sociedad se gusta competitiva, dividida en triunfadores y fracasados. Dentro de nada la televisión empezará a agredir a los pequeñajos con una insidiosa exposición de juguetes carísimos y quienes no puedan alcanzarlos se sentirán frustrados. No es un efecto azaroso: precisamente en la frustración está el principal señuelo de la venta. El negocio tiene su mensaje subliminal: el que compra, triunfa. Los códigos. morales de la publicidad, en su cinismo superlativo, no impiden la difusión de un anuncio en el que aparece una niña con una muñeca y humilla a otra que no la tiene, gritándola: "¡Alucinaaa, vecinaaa!". Esta gran burrada envuelve una estrategia comercial finísima: la odiosa niña de la muñeca suscita envidia porque triunfa: tiene; la otra suscita lástima porque fracasa: no tiene.

Los pequeñajos serían felices si les dejaran jugar, estudiar, tener amiguitos, estar tranquilos. Sin embargo, la sociedad es inexorable y les exige competir, machacar, poseer, triunfar. Eso, o el desprecio. No es para suicidarse, pero sí para tomarle asco a la vida a una edad en la que la vida aún podría ser bella.

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