Concha Álvarez

La última mesonera en tierras de conquistadores

El mesón se llama La Troya. Está -en la plaza Mayor de la localidad cacereña de Trujillo, justo detrás de la estatua ecuestre de Francisco Pizarro. En 1904 llegó a Trujillo Isidora Solís Fabián, una guapa española que regresaba de Honolulú con su joven hijo, Plácido Barquillo. La emprendedora Isidora decidió abrir la fonda y hospedaje La Troya: 15 oscuras y limpias habitaciones y un comedor con otras tantas mesas para cuatro comensales. Ahí empezó todo. Después vino el reinado de Concha Alvarez, la señora, casada con Plácido, el hijo de la fundadora.

Plácido se casó con Concha, una boni...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

El mesón se llama La Troya. Está -en la plaza Mayor de la localidad cacereña de Trujillo, justo detrás de la estatua ecuestre de Francisco Pizarro. En 1904 llegó a Trujillo Isidora Solís Fabián, una guapa española que regresaba de Honolulú con su joven hijo, Plácido Barquillo. La emprendedora Isidora decidió abrir la fonda y hospedaje La Troya: 15 oscuras y limpias habitaciones y un comedor con otras tantas mesas para cuatro comensales. Ahí empezó todo. Después vino el reinado de Concha Alvarez, la señora, casada con Plácido, el hijo de la fundadora.

Plácido se casó con Concha, una bonita moza nacida en Roturas, al norte de Cáceres, cuando ella no tenía más allá de 17 años, y, rápida, se incorporó al negocio familiar. Se murió la suegra, y hace 23 años, el marido. Desde entonces, ella hace, reparte y amplía el negocio. Ahora, sus siete empleados la llaman la señora. Cerró la pensión original y el antiguo comedor hace un año. Lo conserva religiosamente como el último día que dio de yantar y alojamiento. Todos los días se limpia. Es ya un museo. Se trasladó a los bajos, donde se encontraba una antigua casona, y ha creado un comedor de los que es casi imposible encontrar. Concha está, como santa Teresa, desde las seis de la mañana entre los fogones. Al mediodía se instala entre las mesas y los clientes, subiendo y bajando escaleras, fascinada con los bien comidos, triste y deprimida con los insatisfechos. Para su fortuna, ha tenido menos penas que glorias.Gruesa y baja de estatura, de rostro ancho y trigueño, y embutida en un traje de rayas blancas y negras y llamativos lunares rojos y morados, Concha da la impresión de ser una mujer dura y recia. Pero no: es dulce y afable, sensible y charlatana, especialmente cuando sube a la primera planta, donde funcionó la desaparecida pensión La Troya.

A La Troya, por donde han pasado famosos y políticos, "hasta el padre del Rey, don Juan de Borbón, ha pasado por esa casa", hay que ir con el estómago pegado al espinazo. En cuanto te sientas, la señora pone en la mesa una tortilla de patatas humeante, ensalada de lechuga y tomate, una hogaza de pan, empanadillas rellenas de huevo y croquetas de carne y pollo. Y para bajar este nada modesto piscolabis están a la mano, entre la mixtura de loza y cristal, una gaseosa y un tinto de Cañamero.

Y si ya no queda lugar en el estómago para nada más, Concha deja marchar al forastero o lugareño, sin que le exija un solo duro. Pero son pocos los que se levantan sin degustar el primero y segundo platos, hasta "comérselo todo". "Y los niños siempre se van sin pagar". Cuando a la dueña le llega el turno de cobrar, ignora su moderna caja registradora, porque prefiere usar su monedero, que extrae de unmuy hondo bolsillo del vestido. En La Troya, la ciencia de pagar no es exacta. Su hijo, Diego Barquillo, funcionario bancario en Cáceres y quien le ha dado dos nietos, va periódicamente a Trujillo a "hacer las cuentas".

A Concha no le gusta la televisión. Se levanta a las cinco o seis de la mañana y no se acuesta "hasta que esto se termíne", lo cual puede ser, según la ocasión, a medianoche o a las tres de la madrugada. "Porque yo soy gente antigua, ¿sabe usted?'.

Archivado En