Tribuna:

Extranjeros

De vez en cuando llega un extranjero. Nos llama un buen día desde la Europa húmeda y su voz suena a vacaciones compartidas y olvidadas. Le ofrecemos nuestra casa con el entusiasmo de los grandes acuerdos internacionales y le esperamos con la inquietud de las novias. En breves instantes alguien ha preparado una habitación, se ha reservado la mesa del restaurante, hemos desempolvado el diccionario con una frase estudiada de bienvenida y la portera ya está advertida de la inminente llegada de un señor alto y rubio como la cerveza. Lo bueno de estas visitas es su carga autopromocional, la posibili...

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De vez en cuando llega un extranjero. Nos llama un buen día desde la Europa húmeda y su voz suena a vacaciones compartidas y olvidadas. Le ofrecemos nuestra casa con el entusiasmo de los grandes acuerdos internacionales y le esperamos con la inquietud de las novias. En breves instantes alguien ha preparado una habitación, se ha reservado la mesa del restaurante, hemos desempolvado el diccionario con una frase estudiada de bienvenida y la portera ya está advertida de la inminente llegada de un señor alto y rubio como la cerveza. Lo bueno de estas visitas es su carga autopromocional, la posibilidad de decir a todo el mundo que llevamos una doble vida: la nacional y la otra, la indisoluble y la disoluta.Cuando el extranjero aparece hay un momento de hostilidad almibarada. Le recordábamos des camisado y playero, con aquella simpatía de buen salvaje y la cordialidad contagiosa de los últimos fárreros de la madrugada. Pero ahora, de pie sobre el felpudo, es algo así como un embajador del tweed. Su mano huele a aeropuerto y las palabras suenan como un regalo inesperado que hay que aprender a desembalar con calma. Le mostramos nuestra casa con la reverencia de los museos y sólo entonces descubrimos horro rizados el polvo amigo en los estantes superiores de la librería, la luz fundida de la lámpara del pasillo o el goteo incesante de la cisterna, que hasta ayer nos evocaba el fluir granadino de las aguas y que hoy no es más que la evidencia de nuestra ancestral incuria fontanera.

Después salimos juntos a la calle y aprendemos a mirar nuestra ciudad en sus ojos. Descubrimos castillos encantados allí donde sólo había ministerios, perspectivas libres entre los atascos blindados, vestigios de belleza en las aceras. Tal vez una noche, como en aquel verano, decidimos ser Rimbaud y bebemos la vida a borbotones. Acabaremos abrazados, pasando revista a las farolas alineadas y desempañando el alba opaca de las fronteras urbanas. Cuando el extranjero se pierda por la salida internacional, nos quedará la duda de saber quién de los dos ha sido en realidad el viajero.

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