Tribuna:

El azar y la sociedad

Desde las bajas cabañas hasta los altos palacios, el juego de azar -en especial el nuevo mito nacional denominado sorteo de la loto- ha alcanzado en nuestro país un protagonismo que amenaza seriamente en popularidad, extensión y, desde luego, ansiedad, el del mismo Don Juan Tenorio; es más, si la loto hubiera existido en aquel tiempo, no me cabe duda de que no sería una carta, sino lo que usted y yo estamos sospechando, el papel que rellenaría Don Juan en la taberna sevillana acompañado por los gritos de los malditos.El fenómeno del interés por el juego entre los españoles no es ...

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Desde las bajas cabañas hasta los altos palacios, el juego de azar -en especial el nuevo mito nacional denominado sorteo de la loto- ha alcanzado en nuestro país un protagonismo que amenaza seriamente en popularidad, extensión y, desde luego, ansiedad, el del mismo Don Juan Tenorio; es más, si la loto hubiera existido en aquel tiempo, no me cabe duda de que no sería una carta, sino lo que usted y yo estamos sospechando, el papel que rellenaría Don Juan en la taberna sevillana acompañado por los gritos de los malditos.El fenómeno del interés por el juego entre los españoles no es nuevo, como tarripoco lo es el interés del Estado en el mismo asunto. Lo que sí me parece nueva es la desmesura que está alcanzando últimamente. Como todos sabemos, existen en España muchas clases de juegos (y, por cierto, si mal no recuerdo, lo que no existe es una ley del juego), que van desde la popular máquina tragaperras o las rifas clandestinas, sostén de tantos bares, hasta el bingo, los ciegos o las quinielas. En todos ellos se ha jugado el español sus dineros de manera más o menos disparatada; por ejemplo, es frecuente ver en cualquier bar a gente que se deja 50 pesetas en un vaso de vino y 800 en la máquina; por ejemplo, no es infrecuente saber de pequeños dramas familiares que tienen su origen en alguna tarde de bingo; incluso hemos llegado a lo dramático en el caso de aquel hombre que perdió toda su fortuna en la bolsa y apareció ahorcado en la Casa de Campo de Madrid con los bolsillos de la chaqueta llenos de billetes de lotería. Son escenas que, día a día o de tarde en tarde, pertenecen a la vida cotidiana porque se aceptan cotidianamente.

Hasta ahora, aparte del tradicional sorteo de Navidad, la estrella indiscutible de entre los diversos juegos de azar eran las quinielas, y el país entero se estremecía cuando de vez en vez alguien alcanzaba la cifra de 100, 200 o ¡300! millones de pesetas por los 14 aciertos. Sin embargo, llegó un momento en que las quinielas empezaron a venirse abajo; en parte gracias a los denodados esfuerzos de la Federación Española de Fútbol, pero no sólo por esa razón. En mi opinión, las quinielas acabaron siendo minadas por los propios jugadores al crear esas peñas o agrupaciones de apostantes semanales que permitieron convertir un juego de azar en un negocio de rentabilidad probada al cierre del ejercicio de cada año. La matemática, el cálculo de probabilidades y el conocido lema de "la unión hace la fuerza" constituyeron el secreto a voces, y las quinielas perdieron su principal aliciente: el peso del azar quedaba seriamente disminuido, y cada vez eran más los que entraban al reparto.

La esperanza de hacerse rico, lo que se dice rico, empezó a vagar como un alma en pena por la conciencia de España. Salvo la tradición del mencíonado sorteo de Navidad y, en menor medida, el del Niño o algún otro extra, no se generaban alicientes. Entonces alguien -o algunos- decidieron proponer la loto, y la verdad es que el Estado debería besar el -suelo que pisan esos linces, porque, por decirlo a lo castizo, al Estado sí que le ha venido Dios a ver. En fin, las cosas han llegado a tal punto que en el último sorteo de la loto toda España (y hasta el propio Don Juan Tenorio desde su tumba) se sumió en un estado de ansiedad incomparable: 1.700 millones para el ganador. Es aún más interesante el desenlace: el reparto entre cuatro acertantes produjo una cierta decepción general, porque el superpremío se convertía en cuatro premios de "sólo cuatrocientos millones y pico de pesetas". No sé si me siguen, pero es justamento al Regar a este punto cuando deberíamos ponernos seriamente a reflexionar.

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La característica fundamental de la loto es que se trata de un auténtico juego de azar, en otras palabras: establece una connotación clara y clásica entre azar y destino; desde este punto de vista, nada más acertado que el calificativo de primitiva, pues conecta con un profundo ancestro, el viejo mito del elegido de los dioses o, en términos cristianos, el que recibe el milagro, el señalado por el milagro. En esa expectativa del español ante los 1.700 millones de pesetas no hay sólo un deseo de hacerse rico, sino mucho más; es una antigua y clásica concepción del mundo la que aflora en este juego.

Obtener el premio de la loto es un acto selectivo, un acto de individualismo excluyente. Aquí no se trata de conseguir un dinero de apoyo, bueno para salir de trampas o ayudarse en la compra de un piso. El jugador de loto, en su intención y en su fuero interno, desdeña incluso prermos de 50 o 100 millones... entendámonos: no les hace ascos, naturalmente, pero para esa cantidad tiene otros juegos; en la loto aspira a una cantidad que se sale de todo cálculo y que se obtiene fuera de todo cálculo, porque ser agraciado con semejante premio sólo es posible mediante el azar en estado puro.

En el día del famoso sorteo, bien caminando por la calle o bien en la barra de alguna cafetería, escuché no menos de 10 comentarios sobre lo que cada cual haría si fuera el elegido por la fortuna; en todos ellos había un denominador común: ganar un dinero que les retirase, que les retirase del esfuerzo de ganarse la vida. Se cumplen aquí dos sueños clásicos del español: no dar ni golpe, de una parte, y de otra, obtener la seguridad de que ese estado está tan desmesuradamente protegido que se mantendrá de por vida, le suceda lo que le suceda al mundo. En su deseo de retirarse muestran en realidad una intención subliminal de apartarse de la sociedad, porque identifican el concepto de sociedad con el de malestar y falta de esperanza e incluso con el de maldición. A una cantidad de dinero disparatada para un ciudadano medio se corresponde un deseo disparatado; en definitiva, volvemos a donde estábamos: el milagro, porque el milagro es una donación y un reconocimiento, y, en consecuencia, lleva en sí la promesa de protección del dios, puesto que el agraciado es un elegido. Esos millones de jugadores anónimos saben que sólo el azar les puede librar de una sociedad considerada como condena. Y se condenan dando un gigantesco corte de mangas a la vida que llevan, semana a semana y boleto a boleto.

Hablaba con una amiga de esta figura del elegido, y fuimos a dar en su complementario, en el dador, es decir, el Estado. Hay algo estremecedor en todo este asunto, y es el papel del Estado. No me refiero al dinero que se embolsa, pues la lotería siempre ha cumplido esa función, desde que el Estado monetarista necesitó recaudar dinero. Me refiero al papel del Estado entre el azar y la sociedad. De todo lo que antes comentaba se deduce un clima social que debería dar que pensar a los políticos -y, en general, a las mentes rectgras de la gestión social o influyentes en la misma-, porque implica un rechazo tremendo del ciudadano a la sociedad en la que vive y significa que una serie de valores que son los que han contribuido a cimentar la idea de sociedad (el valor del esfuerzo como forma de progreso comunitario, la noción de bienestar social, lo de reparto de la riqueza, etcétera) están siendo despreciados por quienes forman esa sociedad que el Estado se ha comprometido a gestionar y de la que sus Gobiernos no pueden desmarcarse ideológicamente. Es sólo un síntoma esto de lo que hablo, sí, pero es el síntoma de un desacuerdo profundo entre los españoles de todas las clases sociales y su forma de vida. Nada menos.

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