Tribuna:

Agotamiento del socialismo

Se habla continuamente de crisis del socialismo. ¿Crisis? Sólo la pereza mental puede aceptar este difícil diagnóstico. La crisis, como se sabe, se gestiona, y lo que está sucediendo tiene más de agotamiento irreversible, de catástrofe histórica, que de altibajo pasajero. La historia ha sido cruel con el socialismo.No se trata de elecciones, pues aunque el socialismo volviera a ganarlas -cosa que pocos creen-, no conseguiría detener su camino declinante hacia el vacío. Es triste. Recuerdo los días en que se nos enseñó que el socialismo era inmortal, una conquista que, una vez alcanzada,...

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Se habla continuamente de crisis del socialismo. ¿Crisis? Sólo la pereza mental puede aceptar este difícil diagnóstico. La crisis, como se sabe, se gestiona, y lo que está sucediendo tiene más de agotamiento irreversible, de catástrofe histórica, que de altibajo pasajero. La historia ha sido cruel con el socialismo.No se trata de elecciones, pues aunque el socialismo volviera a ganarlas -cosa que pocos creen-, no conseguiría detener su camino declinante hacia el vacío. Es triste. Recuerdo los días en que se nos enseñó que el socialismo era inmortal, una conquista que, una vez alcanzada, resultaba irrenunciable. No es extraño que los antiguos creyentes ahora denuncien duramente a quien ha administrado tan mal nuestras esperanzas. Pero, ¿verdaderamente pudieron hacer otra cosa? No es que un partido haya sido timorato, que en verdad lo ha sido, sino el resultado de un vicio de origen que, por una lógica tan interna como imparable, ha llevado a esta miserable situación. Esta lógica se desarrolla en tres etapas, como una especie de drama que se extiende desde Calvino a nuestros días. En el primer acto el reformador de Ginebra inaugura un individualismo potente y solitario en el que el trabajo se complementa con la fe, lo que proporciona el primer fundamento de la democracia moderna. Pero, en Ginebra la soledad se hacía política, y Calvino, que entendía más de hombres que del propio Dios, introdujo un correctivo teológico. Cada uno por su camino y sin molestar: una democracia vigilada a lo divino.

La bola ya rueda cuando se levanta el telón del segundo acto: la Ilustración. De manera brillante y mundana elimina al vigilante divino y le sustituye por Newton. Los individuos son ahora como partículas astrales que obedecen -¿felices?- las leyes de la naturaleza. Pero no hay que creer que los planetas sean un rebaño por el hecho de obedecerlas. Cada uno sigue su ruta libremente y, en virtud de la unidad de las leyes del movimiento, el resultado, en vez de ser el caos, resulta ser el sistema del mundo o, como después se dijo, con completa desenvoltura, el sistema político. Aunque parezca mentira, todavía hay gentes que repiten la metáfora newtoniana absolutamente en serio. ¿Es que no se dan cuenta del perfume contradictorio que expele la expresión sistema político? Si es sistema, ¿cómo puede ser político?

El tercer acto estaba destinado a la apoteosis. La democracia se convertía en socialismo, que es el destino natural de una democracia perfecta. Lo cósmico de la Ilustración cede el puesto a la ética. Ahora Dios ya no se llama Newton, se llama proletariado. No es materialismo lo que se propone, sino responsabilidad hacia el depositario de los ideales de la justicia. Cuando Marx nos hizo sospechar que la gracia del burgués era simplemente una forma astuta de plusvalía, lo hizo como denuncia del materialismo de los otros, no como una consecuencia del suyo, pues él era primero ético y después materialista. Pero Marx -y la historia también ha sido dura con él- era todavía un calvinista, pues el individuo en que pensaba era soledad metafísica.

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Cuando el telón baja el drama es evidente. La historia de lademocracia y del socialismo es una serie de devoraciones. Dios

devorado por la naturaleza, la naturaleza devorada por la ética y el problema del individuo cada vez más lejos de resolverse. La historia para avanzar necesita la colaboración de los hombres: pero no de su esfuerzo e inteligencia, sino de su inconsciencia, de sus miedos y de su indecencia. Esto es lo que normalmente los hombres llaman liberación. Nos hemos liberado de Dios, de las leyes inmutables, del proletariado, y ahora tenemos que liberarnos de la ética. Para esto último nada mejor que invocar la eficacia. Es claro que estas supuestas liberaciones no han sido sino pasos hacia la destrucción del socialismo como horizonte de ilusiones. El pragmatismo y la modernización -tan loables fuera de contexto- destruyen el último elemento regulador y la sociedad queda ahora como un lote de individuos que ha vuelto al monte de los lobos. Peor que con Hobbes. Peor que con la derecha que mantiene la supervivencia darwiniana del mejor dotado. (¿Por qué la derecha no se atreve a confesar que Darwin es su padre? La verdad sienta bien incluso a los ricos.)

Peor que todo lo pensable, y como resultado, frente a una sociedad sin ilusiones y sin sonrisa, un poder que ya nada puede decir que no haya dicho para no cumplir y que por lo tanto se ha quedado sin palabra siendo el dueño de todas las palabras. El retrato ya ha sido hecho con fina sensibilidad: una ensoñación del poder, un automatismo onírico que nada tiene que ver con la augusta solemnidad del Estado. Hegel se habría escandalizado de la chapuza. ¡Con lo fácil que se lo puso al socialismo!

Si el Estado es poder irrisorio, pestilente mercancía con valor de cambio, se recurre a los votos como fuente de legitimidad, desconociendo que las elecciones no legitiman nada.

Todo lo más, permiten designar un equipo de gobernantes, lo que es notoriamente una cosa muy distinta. La legitimidad viene de arriba: del consenso y de la ética. En un caso extremo, hasta un voto unánime podría ser violencia y no legitimidad. Por eso, las invocaciones a la mayoría no son sino síntoma de una ambición por brutalizar a la oposición.

Frente a esta situación, los teóricos de la política replantean el individualismo, tratando de encontrar una nueva vía. Excelente la postura de Paolo Flores D'Acais (EL PAÍS, 12-11-1987), señalando que el individuo permanece siempre como el punto de referencia para un replanteamiento de la cuestión política. Hay que seguir el ejemplo y perder el miedo a hablar del individuo; miedo que proviene de no querer parecer de derechas. Pero no hay más remedio, pues en el individuo está la encrucijada de todo, el torbellino de la historia, de la cultura y hasta de la biología. Lo que pasa es que hasta ahora ha funcionado el individualismo calvinista en lo fundamental, individualismo del solitario y del predestinado, y no el individualismo emergente y posmoderno del individuo abierto y generoso, propio del hombre en una época trágica como la nuestra. Provoca sonrojo que se proponga como modélico el derecho del individuo a subir a un yate, como si el yate fuera inocente escalera y no el lugar de la famosa zorra en el gallinero. Pero yate-escalera o yate-gallinero, la historia no perdona este tipo de ascensiones. Y conste que me atengo al paradigma y acepto la presunción de inocencia del protagonista de la anécdota, que ojalá se demuestre en bien de todos y no sólo del suyo.

Sobre el nuevo individualismo y sobre las nuevas formas he hablado en otra parte y no es el tema de este momento. Pero baste, de pasada, con afirmar que parece haber salida, aunque todavía esté lejana. El hombre contemporáneo aún no ha asumido su condición trágica, su destino deseante y esforzado. Sólo así se podrá superar el individualismo cerrado y agresivo de Calvino, que de alguna manera ha infectado a todos, incluso a Marx, calvinista secularizado y secreto.

Esto en cuanto a la mutación filosófica, pero habría también que introducir instrumentos de control de Estado desde la sociedad civil, que permitieran la destitución inmediata del Ejecutivo y evitar que el número de errores se acumule hasta el infinito. Estos instrumentos de control hoy no figuran en la Constitución, más preocupada por asegurar la permanencia de los elegidos que de fijar los umbrales de tolerancia que no deben pasarse. ¿Por qué no fijar claramente el límite soportable cuando el Estado se escora hacia el amiguismo? ¿Por qué fijar el umbral en que el Parlamento pasa de ser una cámara de discusión a un lugar donde simplemente se vota sin discutir? ¿Cuáles son los umbrales del sistema jurídico, que no debe pasar sin convertirse en un factor de represión de las clases más miserables? ¿Por qué no dejar claro cuándo una universidad deja de ser tal para convertirse en una estúpida burocracia, más atenta a proteger al minusválido mental que a crear un arma de futuro? ¿Por qué no fijar estos y otros muchos controles cívicos del Estado? La solución existe y en otros campos ya se aplica.

Mientras tanto, sigue el espectáculo. Un socialismo sin sustancia, unos gestores arcaicos, como señoritos antiguos, que mueven sus espectros como los personajes de La clase muerta, de Tadeus Kantor. Ataúd incorporado, aunque poco visible, y en la orilla una sociedad que avanza ajena al pobre ceremonial político. Por una rara coincidencia, el dramaturgo polaco puso a su danza de los espectros música de Mahler. La historia, que tiene un infinito sentido de la justicia, no perdonará ni siquiera al autor de la partitura.

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