Tribuna:

Soliloquio

Cuando se va vislumbrando la espalda de la vida, es curioso cómo nos invade una gran curiosidad por saber más de los seres queridos que poblaron nuestra infancia. Mi abuelo, José Ortega Munilla, ha quedado en mi recuerdo como un hombre de edad, no un anciano, a quien la vida había arrinconado prematuramente, dulce casi siempre, a ratos huraño y hasta indignado, como si se le encresparan en el alma los demonios personales. Le divertía oírme recitar poemas que él mismo me había enseñado, o escuchar la pianola que yo tocaba jadeante porque casi no me llegaban los pies a los pedales. Sentado a hor...

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Cuando se va vislumbrando la espalda de la vida, es curioso cómo nos invade una gran curiosidad por saber más de los seres queridos que poblaron nuestra infancia. Mi abuelo, José Ortega Munilla, ha quedado en mi recuerdo como un hombre de edad, no un anciano, a quien la vida había arrinconado prematuramente, dulce casi siempre, a ratos huraño y hasta indignado, como si se le encresparan en el alma los demonios personales. Le divertía oírme recitar poemas que él mismo me había enseñado, o escuchar la pianola que yo tocaba jadeante porque casi no me llegaban los pies a los pedales. Sentado a horcajadas en una silla tertuliana, los brazos apoyados en su reclinatorio de cuero capitoné, abría de cuando en cuando el estuche interior para sacar picadura de tabaco y cargar su hermosa cachimba alazana. &Qué le hubiera parecido -a él, tan sensible y docto en la literatura universal- esta greguería de Ramón Gómez de la Serna?: La pipa no se quema, luego si la humanidad hiciera las casas con madera de cachimba, sobrarían los bomberos. De haberla leído, estoy seguro que la hubiera estimado, no obstante la distancia abisal de aquel realismo grandilocuente que anegaba su tiempo y el surrealismo de Ramón. Y el caso es que podía haberle leído porque Ramón, hacia el año 1920, que es de cuando estoy hablando, ya había publicado varios libros y bullía en la vanguardia madrileña. Después de todo, Jules Renard, a quien leería mi abuelo porque tenía libros suyos en su biblioteca, fue un precursor de nuestro máximo humorista. Y el propio Ramón ha considerado como grequería, al hablar de los antecelentes de su gran invención literaria, esta frase de Ortega Munilla: La mujer coquetea en la luz con los ojos y en la sombra con la voz. Pero mi abuelo, otrora buen cazador de talentos para sus Lunes de El Imparcial (Unamuno y Valle-Inclán fueron dos buenas piezas cobradas por él), ya había perdido todo interés por lo nuevo, síntoma de muy .nala salud en un periodista.Pasé con él muchas tardes en su último domicilio de la calle de Claudio Coello, 81, mirándole ir y venir por el largo pasillo, costumbre familiar que siguió también su hijo José, mi padre, y yo mismo hasta que las casas, por manías o motivos socio económicos, se fueron encogiendo y dejaron de tener esos íntimos y gratos recintos de los pasos perdidos. 0 no tan perdidos: el pasillo ha sido siempre importante para los Ortega, y mi padre fue labrando su filosofía -filosofía que, por cierto, están descubriendo ahora jóvenes filósofos franceses y, lamentablemente, parecen olvidarla los jóvenes españoles- mientras recorría una y otra vez el pasillo de madera de nuestra casa de Serrano, 47, un plaid de lana sobre los hombros y acercando a ratos su espalda, friolero como era, a la salamandra, único vestigio de calefacción allí existente. ¿Por qué los arquitectos inteligentes, que son muchos, no estudian la restauración de esa pieza del hogar tan sencilla y vital que es el pasillo?

Se ve que Claudio Coello, 8 1, tenía un destino literario porque allí también nació y vivió de soltero Camilo José Cela. El edificio cuasigaldosiano ha desaparecido sustituido por otro más moderno, no obstante lo cual, Tierno Galván colocó una placa conmemorativa del paso por aquel espacio de nuestro gran novelista. Mi amistad y admiración por Cela me llevaron a asistir a la ceremonia y, guarecido bajo el paraguas del buen alcalde de Madrid, porque llovía fuerte, no dejé de señalarle que había olvidado ser también aquel espacio donde concluyó su vida José Ortega Munilla.

La redacción de un periódico tenía entonces mayor bullicio y gracia que las más preparadas y con mejores medios técnicos de ahora. Pero además recalaban en ella, hacia la madrugada, con esa afición a la vida noctámbula de aquellos madrileños (¡qué ocio envidiable!), gentes de la política y de la cultura que animaban la reunión. Eduardo Gasset y Artime, fundador de El Imparcial, había encontrado la fórmula periodística de su tiempo, un periódico independiente y bien informado que alcanzó la máxima tirada -140.000 ejemplares- y la mayor publicidad de la Prensa de la Restauración. Debió de ser mi bisabuelo gallego, hombre de ocurrencias más que de grandes ideas, tenaz, batallador y limpio de alma. Fracasó en varios intentos anteriores: fundé primero El Eco del País, diario que tuvo corta existencia, y preparó un semanario satírico que iba a llamar, consecuentemente, Las Tijeras (que es también título, apropiado para el Reader's Digest y sus congéneres).

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Si la política y los problemas de ultramar centraban la atención del periódico ("Esa Marina", decían insistentemente sus editoriales, antes del 98, reclamando más barcos para ella); si fue un crisol de todos los valores literarios que surgían, muchos de los cuales lograron después la celebridad, fue la buena y amplia información de los sucesos la que debió de traerle mayor número de lectores. El crimen de la calle de Fuencarral fue uno de los más apasionantes.

El primero de julio de 1888, hacia las doce y media de la noche, los vecinos del 109 de la caHe de Fuencarral oyeron gritos angustiados de íSocorro! ¡Fuego! y de ¡Socorro! ¡Que me matan! oídos tanto mejor cuanto las ventanas estaban abiertas, la discreta persiana echada sobre el antepecho del balcón, para torear sus habitantes el calor de la noche madrileña. Casi al tiempo, un humo espeso y maloliente se escapaba por la ventana de la cocina del piso segundo. Subieron en seguida las autoridades y, no contestando nadie, el juez de guardia autorizó forzar la cerradura. El espectáculo era horroroso: a los pies de la rama aparecía el cadáver de la dueña, las piernas desnudas, los pies descalzos y el traje, que era de seda, cubriendo la parte superior del cuerpo y de la cara. Cuando intentaron descubrir el rostro, vieron que tenía los brazos, el pecho y parte de la cara carbonizados y el pelo se deshacía al tocarlo. Siguiendo la inspección del local, hallaron en la cocina, tendida en el suelo y en paños menores, a la criada de la casa. Un perro de presa, propiedad de la dueña, gruñía, echado a sus pies. La criada parecía alelada y contestó con incoherencia a las preguntas del juez.

La asesinada -asesinada porque presentaba tres puñaladas profundas en su cuerpo era doña Luciana Barcino, de familia distinguida, incluso pariente de gente aristócrata, que gozaba de regular fortuna. Vivía sola con su criada, Higinia Balaguer, que había entrado a su servicio un mes antes del acontecimiento. "Era ésta", dice el cronista, "una mujer alta, desgarbada, de color quebrado, de fisonomía poco simpática". Resultó ser de un pueblo de Zaragoza, tener 35 años y haber regentado, antes de colocarse, un puesto de agua y aguardiente cerca de la cárcel Modelo. El móvil era claramente el robo (se encontraron forzado el armario, y joyas y monedas por el suelo) y se supuso que el criminal había organizado el incendio para borrar sus puñaladas. El primer sospechoso resultó ser el hijo de la víctima, José Vázquez Varela, un calamidad que fue siempre la pena negra

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de su madre. Aquel doncel de 22 años, alto, rubio, vestido a lo chulo, con soombrero ancho y pantalón ajustado, ya había pasado varias veces por la cárcel, condenado por robos, pendencias y otros malos hábitos. En aquel momento estaba en la Modelo, donde se trasladó el juez para interrogarle.

¡Qué magnífica serpiente de verano era para los periódicos este crimen! La acusación de la criada al joven Varela produjo gran revuelo, pero la conmoción fue aún mayor cuando un cochero y un cantaor de café dijeron en público que la noche del crimen habían tomado unas copas con el hijo de doña Luciana, porque eso demostraría que Varela había salido de la cárcel Modelo y esto significaba una acusación muy grave para el director de la cárcel, don José Millán Astray, que era el único que podía haberle dado permiso de salida. Y Millán Astray era un militar, con lo cual el asunto se complicaba. Higinia manifestó que el señor Millán le había pedido que salvara a Varela. Millán lo negó todo, incluso que Varela hubiera salido de la cárcel, y por tanto no podía ser el asesino, pero al recibir nuevos testimonios, muy precisos, de haber visto a Varela fuera de la cárcel, el juez ordenó el ingreso del director en prisiones militares. Fue en esta fase del sumario cuando El Imparcial, dirigido entonces por Andrés Mellado, cometió un desliz informativo atribuyendo a uno de los implicados una declaración totalmente falsa. Un periódico puede en ocasiones no decir toda la verdad o diferir algo su publicación, pero no debe nunca decir mentira. Y aquella mentira le costó a El Imparcial muchas bajas de suscripción que tardó tiempo en recuperar. Justamente para no hablar siempre bien de aquel gran periódico, he considerado que venía a cuento extenderme sobre el crimen famoso.

Dieciocho meses duró la instrucción y dos llevaba el juicio oral cuando un buen día Higinia Balaguer confesó haber sido ella la homicida y haber calumniado a Vázquez Varela y al señor Millán tratando de salvarse en la confusión. Higinia Balaguer fue condenada a garrote vil, y Varela y el señor Millán fueron absueltos. El señor Millán Astray volvió a su puesto de director de la Modelo con todos los honores, pero Vázquez Varela, fiel a su condición, fue condenado años después a cadena perpetua, que cumplió en el penal de Ceuta, por haber arrojado a una prostituta por el balcón, con término de muerte sobre el pavimento.

No he sabido nunca quiénes fueron los amigos, los verdaderos amigos, de mi abuelo. No debió de tener muchos porque los periodistas disponen de poco tiempo para la amistad. Tuvo buenos compañeros y varios protegidos porque fue excesivamente generoso. Perteneció a una generación importante: coetáneos suyos fueron Menéndez Pelayo, Dato, Bernard Shaw, Oscar Wilde y Freud, pero dos años antes o después que él nacieron Canalejas, Teodoro Roosevelt, Rimbaud, Poincaré, Husserl y Bergson. Y sólo un año le separaba de Alfonso XII, a quien sirvió lealmente en las páginas de El Imparcial desde que quedó cautivado por el rasgo del monarca yendo clandestinamente, a espaldas del Gobierno, a visitar a los apestados de Aranjuez.

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