Tribuna:

Hungerford

Nunca estuve en Hungerford, pero recuerdo el olor del pueblo como si su aire hubiera vivido siempre en mi memoria. Se llega en un tren grasiento que viaja con el ruido del viento de los periódicos abandonados como migas de pan en sus vagones de terciopelo rancio. Confundido con el sonido de las latas vacías de cerveza sobre las mesas negras en las que quedan los cercos de mil viajeros, un hombre joven, de unos 27 años, juega con sus dedos de piedra con las argollas de las latas inservibles y produce una música repetida, como de metralleta lenta. Afuera hace un sol de plomo, grisáceo, como el s...

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Nunca estuve en Hungerford, pero recuerdo el olor del pueblo como si su aire hubiera vivido siempre en mi memoria. Se llega en un tren grasiento que viaja con el ruido del viento de los periódicos abandonados como migas de pan en sus vagones de terciopelo rancio. Confundido con el sonido de las latas vacías de cerveza sobre las mesas negras en las que quedan los cercos de mil viajeros, un hombre joven, de unos 27 años, juega con sus dedos de piedra con las argollas de las latas inservibles y produce una música repetida, como de metralleta lenta. Afuera hace un sol de plomo, grisáceo, como el sol que vio el personaje de Camus antes de apretar el gatillo. El joven viajero que martillea sobre la mesa negra del tren que le acerca a Hungerford no sabe que en la calle es tan claro el día porque lleva gafas de sol, gafas de espejo, para ver sin ser visto y para denunciar, además, que los demás le miran; unas gafas sin ojos que compró en Charing Cross, cerca de una oficina de reclutamiento. En su maleta polvorienta, como si viniera del Oeste americano pasando por Berlín, cerca de Spandau, guarda un uniforme de camuflaje que acaricia con los dedos, buscando en la tela el tacto de un amigo, una superficie sobre la que seguir soñando. Antes de llegar al pueblo, un segundo de la vida le permite verse como Gary Cooper, solo ante el peligro bajo el sol húmedo del pueblo inglés, y dispara mentalmente sobre todo aquello que se mueve dentro y fuera de las casas, se adivina acosado por la policía y se ve muerto con su cinta en el pelo, con su uniforme de camuflaje lleno de la sangre que ahora se ha hecho en sus dedos martilleando con más fuerza, obsesivamente, sobre la mesa negra del tren que ya anuncia que va a pararse en Hungerford. El pueblo se prepara para el té de las cinco y le ve llegar como un viajero más que hubiera decidido convertirse aquel día en otro exótico habitante de una ciudad tranquila, de 8.000 habitantes que desconocen que aquel hombre lleva un sueño que huele a pólvora. Y esparce ese olor por el pueblo como una pesadilla.

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