Tribuna:

Picasso y Platón

Mientras los altavoces desgarran con su estridencia electoral el aire impuro de la ciudad -nuestra atmósfera: ruido más polución-, el azar ha puesto de nuevo ante mis ojos una reproducción del tan conocido cuadro de Picasso Les demoiselles d' Avignon; Les senyoretes d' Avinyó, según una titulación más fiable. El cuerpo femenino, ¿qué es en él? ¿Es el resultado de un acto de crueldad pictórica? El Picasso cubista, ¿se ha complacido sacrificando a un propósito analítico ia feminidad de esas tres mujeres, tres esquemáticas Gracias ante la mirada bestial de los dos varones que las contempla...

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Mientras los altavoces desgarran con su estridencia electoral el aire impuro de la ciudad -nuestra atmósfera: ruido más polución-, el azar ha puesto de nuevo ante mis ojos una reproducción del tan conocido cuadro de Picasso Les demoiselles d' Avignon; Les senyoretes d' Avinyó, según una titulación más fiable. El cuerpo femenino, ¿qué es en él? ¿Es el resultado de un acto de crueldad pictórica? El Picasso cubista, ¿se ha complacido sacrificando a un propósito analítico ia feminidad de esas tres mujeres, tres esquemáticas Gracias ante la mirada bestial de los dos varones que las contemplan? "La mujer", escribe un crítico de ese cuadro, "no es para el pintor un ser deseado, ni siquiera un ser viviente; sólo como soporte de una indagación plástica interviene en el cuadro. Los cuerpos están dislocados, aplanados, los rostros han perdido toda expresión, no son sino máscaras perforadas por ojos sin mirada". Me pregunto: ¿sólo esto era para el Picasso de 1907 el cuerpo de esas deshumanizadas señoritas?Mi reciente exploración de un campo intelectual insuficientemente estudiado, la idea que Platón tuvo del cuerpo humano, me obliga a plantearme tal pregunta. En lo tocante a este tema, la visión habitual del pensamiento platónico se limita a consignar lo que el filósofo dice o sugiere en uno de los más célebres diálogos de su madurez, el Fedón. Puesto que la más perfecta y deseable de las actividades del hombre es la contemplación de la verdad y, pues!o que ese menester es obra del alma inmortal, quien aspire a la perfección necesariamente habrá de considerar al cuerpo como realidad odiosa, y condenar como impuros los placeres que en el cuerpo tienen su sede. "Tumba es el cuerpo", venían diciendo los órficos. "Cosa mala" en la que el alma está como amasada, "intruso" que perturba, "demencia" de la que hay que liberarse o sólo usar cuando su empleo es de rigurosa necesidad, llama al cuerpo, por boca de Sócrates, el Platón que compuso ese diálogo. Bendita la muerte, que libera al alma del cuerpo, cuando el que muere ha vivido, como Sócrates, buscando la verdad. Pero la actitud de Platón ante el cuerpo -y la de Sócrates, cuando en sus piernas iba sintiendo la acción letal de la cicuta-, ¿queda agotada con lo que el Fedón nos dice?

En los primeros párrafos de un diálogo de su juventud, el Cármides, Platón hace hablar a Sócrates cuando éste, de regreso en Atenas, tras la batalla de Potidea, acude a la palestra de Taureas para ponerse al tanto de lo que ocurre en su ciudad. "¿Qué ha sido de la filosofía? Entre los jóvenes, ¿hay algunos que se distingan por la ciencia, por la- beHeza o por las dos cosas a la vez?", pregunta. "En lo tocante a la belleza", íe responde Critias, "por É mismo vas a juzgar". Está entrando en la palestra, en efecto, Cárrnides, el mozo que aquellos días pasa por ser el guapetón de Atenas, y bien lo demuestra el revuelo que su llegada produce entre los allí reunidos. No hay uno que no trate de procurarle asiento junto a sí; tanto como el que más, Sócrates, al que, según confesión propia, "todos los jóvenes le parecen hermosos"; y, así, ayudado por Critias, entre él y su amigo, irá a sentarse el admirado garzón. El pasaje subsiguiente no puede ser más sabroso. Dice Sócrates: "Todos los presentes se dispusieron en círculo ante nosotros y, entonces, pude ver por la abertura de su manto una belleza tal que me inflamó. Perdí la cabeza y pensé que Cidias era sapientísimo en cosas de amor, cuando, a propósito de un hermoso niño, dijo a un amigo: 'Cabritillo enfrente de un león, ten cuidado de no hacerte ración suya". Dejemos ahora que Sócrates y Cármides se debatan buscando una buena definición de la sophrosyne. Limitémonos a preguntarnos: la tan helénica actitud de Sócrates y Platón ante la belleza del cuerpo humano -en este caso, del cuerpo de un guapo mozo-, ¿no es la opuesta a la que uno y otro expondrán años más tarde en el Fedón?

Pero ni el pensamiento ni el cálamo del filósofo quedaron inmóviles con su madurez. Ya en la senectud, el tema del placer la atraerá de nuevo y será objeto príncipal de otro diálogo, el Filebo. El hombre de carne y hueso, sea o no sea filósofo, ¿es capaz de experimentar placeres puros? Más precisamente: el cuerpo, ¿puede ofrecer placeres que ética y estéticamente no sean impuros, como lo son el de rascarse o el de comer con gula? ¿Sólo la ascética contemplación intelectual de la belleza y la verdad puede engendrar un placer puro? La respuesta del Platón viejo no va a ser la puntana y espiritada del Platón maduro. "Es placer puro", nos dice ahora, harto más sutil y humanamente que en el Fedón, "aquel cuya ausencia no es penosa ni sensible, y cuya presencia nos produce plenitudes sentidas, gratas y exentas de dolor". Los placeres puros no llevan consígo un punto de dolor, como lo lleva el de rascarse donde a uno le pica. Los diversos goces que nos procuran los colores bellos, las formas que nos deleitan, los perfumes y los sonidos gratos y el sentimiento de buena salud son, pues, placeres incontestablemente puros. ¿Y, por qué no el que trae consigo el eros no vicioso y el buen sabor de lo que se come sin gula?

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Antes de volver a Picasso y a sus Senyoretes d'Avinyó, veamos cómo Platón define el placer puro que deparan las formas y se convierte en el santo patrono de la pintura abstracta: "De lo que yo hablo", dice Sócrates, "es de líneas rectas y de líneas circulares, y de las superficies y de los sólidos que de ellas provienen, con ayuda de giros o de reglas y escuadras... Tales formas son bellas, no relativamente, como otras, sino bellas siempre y en sí mismas, por naturaleza, y encierran en sí placeres en modo alguno comparables al del cosquilleo; como también son bellos y fuente de placeres (puros) los colores de este tipo". Mondrian, Kandinsky, Picasso, Juan Gris y Braque hubiesen ovacionado con entusiasmo a Platón, de haber podído oír estas palabras suyas.

Encandilados por el cuerpo en el Cármides, hostiles contra el cuerpo en el Fedón, Platón y Sócrates han acabado reconciliándose con él en el Filebo. ¿Con ciertas condiciones? Desde luego; pero concediendo al cuerpo lo que es del cuerpo tanto a la mente lo que de la mente es.

Me pregunto si frente al cuerpo humano no será ésta una de las pautas diacrónicas de la genial aventura picassiana. Al comierizo, la cruda y felina sensualidad de los cuerpos que se apiñan en Les moulins de la Galette (1900). Algo más tarde, Les senyoretes d'Avinyó (1907) y los retratos cubistas de Wilhelm Uhde y D. H. Kahnweiler (1910): ascetismo racionalizador de las formas, rostros que se resuelven en figuras geométricas y figuras geométricas que se humanizan convirtiéndose en rostros. Años después, la plenitud de formas, colores y movimientos que ostentan, junto a tantas otras, las mujeres -las bacantes, más bien- del decorado de El tren azul (1924). Bien sé que esto no agota la pintura de Picasso entre 1900 y 1925, y que Picasso seguirá pintando y pintando 50 años más. Pero, vistas a la luz de Platón las famosas señoritas del carrer d'Avinyó, ¿no es cierto que representan una etapa en el empeño picassiano de hacer consciente e integral -en definitiva, totalmente humano y humanamente puro- el placer de contemplar la belleza de un cuerpo femenino?

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