Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA

Qué es el progreso, qué es la reacción

Los progresistas y los reaccionarios difieren en casi todo, salvo en lo fundamental, según el autor. Para él, lo fundamental es que tanto unos como otros subestiman su propia ignorancia, que es loúnico que en política no se puede subestimar. Se pretende desde ambos lados de ese universo en el que conviven reaccionarios y progresistas que la política les lleve a la felicidad, como si en la política se hallara ellado oculto de la Luna. De la actualidad de esa utopía que persiguen unos y otros trata el autor, físico y doctor en Filosofía, profesor en el departamento de Lógica de la Complutense.

ÁLVARO DELGADO-GALEn una entrevista que después publicaría el Die Zeit el 3 de septiembre de 1983, F. J. Raddatz hizo a Lévi-Strauss una imputación extraordinaria: la de ser un reaccionario. Lévi-Strauss no se inmutó ni consideró obligado, tan siquiera, asumir su propia defensa. Tras afirmar que el concepto era equívoco, añadió simplemente: "¿Dónde está escrito que sea malo ser reaccionario? ¿Acaso está prohibido el serlo?".Semejante observación no es para ser echada en saco roto. Leída de derecha a izquierda, como si fuese un palimpsesto davinciano, se transforma en una pregunta incómo...

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ÁLVARO DELGADO-GALEn una entrevista que después publicaría el Die Zeit el 3 de septiembre de 1983, F. J. Raddatz hizo a Lévi-Strauss una imputación extraordinaria: la de ser un reaccionario. Lévi-Strauss no se inmutó ni consideró obligado, tan siquiera, asumir su propia defensa. Tras afirmar que el concepto era equívoco, añadió simplemente: "¿Dónde está escrito que sea malo ser reaccionario? ¿Acaso está prohibido el serlo?".Semejante observación no es para ser echada en saco roto. Leída de derecha a izquierda, como si fuese un palimpsesto davinciano, se transforma en una pregunta incómoda, la de por qué la figura del reaccionario ha de ser, a la fuerza, más censurable que la del partidario del progreso. La contestación dista de ser obvia. Desde una perspectiva moral, de hecho no hay nada que incline la balanza en un sentido o en el opuesto. La historia está llena de corcovas y de pasos en falso, y sería ingenuo suponer que el tiempo, por el sólo efecto de transcurrir e ir ganando en espesor, señala necesariamente una dirección ascendente.VUELTA DE NORIACabría incluso dar otra vuelta de noria al argumento y extremarlo aún más en favor del hombre reactivo. Ya que éste sabe lo que quiere -quiere ciertas cosas que han sido y ya no son-, en tanto que el progresista, que mira adelante de su propia época y en dirección a veces de horizontes remotísimos, quiere, por definición, lo que aún no sabe. Luego si quiere lo que aún no sabe, por definición no sabe lo que quiere.

¿Verdad o mentira? Por descontado, verdad en lo que toca al progresista, aunque no en lo que se refiere al reaccionario. En moneda constante y sonante, el reaccionario anda también en Belén con los pastores. Con objeto de infundir mayor nitidez a la idea, tomemos a un reaccionario cualquiera, mejor si es español. Tomemos, por ejemplo, a José María Gabriel y Galán. José María Gabriel y Galán abrigaba un anhelo concreto, el de mantener en estado de gracia -en estado de gracia desde su punto de vista- a los pueblos y a los hombres situados arriba y abajo de la sierra de Gata. Cuando formó semejante propósito, existían ya en España el ferrocarril, la prensa, la electricidad, los telégrafos y la política parlamentaria. La efectiva puesta en marcha de su plan de salvación habría significado, además del interdicto de las líneas férreas, el papel prensa y los postes de la luz, la supresión de todos cuantos, directa o indirectamente, estaban detrás de estas cosas. Habría sido preciso quitar de en medio a los ferroviarios, a los ingenieros de caminos, a los tipógrafós, a los periodistas, a los lectores de periódicos, a los partidos políticos y a los votantes de los partidos políticos.

Al cabo, se habría convertido a España en un mar de sangre y un descomunal campo de concentración, y no de acuerdo con un plan deliberado y presente desde el inicio, sino en virtud de los accidentes de un programa mal acomodado a la realidad social. El resultado tampoco habría respondido, ni de lejos, a lo pensado en un comienzo. En las faldas de la sierra no pastarían las ovejas virgilianas, por no quedar quien cuidara de ellas. El maestro del lugar, en vez de criaturas adorables a las que enseñar el catecismo del padre Astete, estaría rodeado de hijos de ajusticiados con pruritos de venganza. No acertaría a leer el cura sin sonrojo los Evangelios, y es seguro que José María Gabriel y Galán acabaría recordando con nostalgia la época en que las Hurdes eran Sodoma y Gomorra, pero no había descendido aún sobre ellas la cólera de Dios. Ergo, si bien el reaccionado sabe lo que quiere, tanto daría que no lo supiese. Aunque sabe dónde quiere ir, jamás conoce en qué sentido, en efecto, va. Cuando nos saca de Málaga, es para meternos en Malagón.

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La consecuencia de esta historia-ficción es clara. Progresista y reaccionario, reaccionario y progresista, difieren en casi todo, salvo en lo fundamental. Lo fundamental es que ambos subestiman la dificultad de los fenómenos sociales y por ende la propia ignorancia -¡imagine el lector a Fourier en lugar de Gabriel y Galán!-, siendo así que la ignorancia es lo único que en política no se debe subestimar. La política no está hecha para cumplir grandes planes -planes que, sistemáticamente, no se cumplen-, sino que su función consiste más bien en tantear el terreno y salir del paso. La cuestión no es proponer modelos: se trata, quitando momentos extraordinarios, de hacer viables lo que ya existen.IDEA DE REACCIÓNA este respecto, el desarrollo mismo de la idea de reacción -mucho más reciente de lo que se cree y en ningún caso anterior a la Revolución Francesa- resulta revelador de la petulancia y ligereza contemporáneas. El término deriva de hecho de las ciencias naturales, y revistió al principio un significado por completo ajeno a cualquier proyecto de remodelación total del organismo político. Los ilustrados hablaban de acción y reacción en el ámbito público, al modo como Newton había hablado de acción y reacción entre los cuerpos físicos, coadyuvantes unos con otros, y unos contra otros, a fijar una trayectoria determinada. El concepto se inscribía, pues, en un contexto dinámico, flexible y fundamentalmente complejo. Sólo más adelante, cuando los intentos restauracionistas franceses de 1815, reacción vino a denotar el restablecimiento de un orden estático y, según parece, connatural a la esencia de las cosas. Es la época aproximadamente en que Friedrich Schlegel especula con la vuelta de Europa a su funcionamiento de impertérrito mecanismo de relojería, solemne, imperturbable y acompasado al mismo tic-tac: para siempre jamás. Lo irónico es que el concepto de acción experimentó también un cambio en cierto modo paralelo. De la acción como espasmo limitado y provisional se pasó a la idea de una acción dirigida a los fines últimos del proceso histórico, dirigida, en verdad, a no se sabe dónde. Endureció su perfil doctrinario la noción de progreso, y se abrió, ya dentro de la historia, el horizonte de la utopia. Este horizonte, en cuanto prejuzga las necesidades definitivas del hombre, esconde en el fondo un mensaje de autoridad. Proclama la emancipación de los afligidos, aunque en términos que éstos no son dueños de elegir. Incluye otros horizontes alternativos y propicia a la larga el arbitrio de las cuestiones a través de la coacción.

Por suerte, el Progreso y la Reacción mayúsculos representan en lo político momentos irregulares y de excepción. La Reacción acostumbra a suavizarse en razonables conservadurismos, y el principio del Progreso ha cedido por lo pronto lugar a los progresos de índole oportunista, pragmática y abierta al chalaneo de los intereses. En realidad, quienes se declaran a sí mismos progresistas son tan sólo partidarios las más de las veces de determinadas prácticas cuyo propósito verdadero es el perfectamente defendible de encontrar un acomodo entre exigencias, pulsiones y movimientos más o menos activos dentro del cuerpo social. Dichas prácticas pueden resultar odiosas o atractivas, oportunas o a deshora, mas en todo caso traducen apremios reales de los individuos, sueltos o aliados en corporaciones. El margen de maniobra es amplio y difuso, y seria ocioso establecer límites demasiado estrictos. Sobre qué consecuencias pueda, por ejemplo, albergar la inclusión gratuita entre los afiliados a la Seguridad Social del importe correspondiente a la extracción de muelas, no es descabellado ni misterioso llegar a un acuerdo. El aborto libre, la eutanasia o la legalización de la droga introducen por lo contrario dimensiones nuevas, lo bastante considerables para excluir como insincero o estúpido cualquier pronunciamiento tajante. Ello no implica, claro está, que se evite en estos casos la decisión política.CONTROL DEL FUTUROEsta visión de la política carece, lo comprendo, de mordiente y apresto emocional. Da por descontado que tenemos una capacidad de control sobre nuestro futuro muy limitada, supone que nuestras luces son cortas y nuestra información insuficiente, y recomienda, en definitiva, antes que el uso arrogante de un conocimiento que no poseemos, la administración de una ignorancia infinitamente acreditada. Es claro también

Qué es el progreso, qué es la reacción

que no hay recetas para prevenir automáticamente todos los males venideros. Por cautos que seamos ocurrirán cataclismos y desastres, y seguirán escribiéndose páginas abyectas de la historia.Cambiemos de tercio. ¿Me sitúa lo dicho, la resignación si se quiere a que nuestra historia no sea nunca una historia ejemplar, en el ámbito moral conservador? El término es ambiguo y está lastrado por asociaciones múltiples, y tal vez, a fuer de confuso, resulte poco recomendable. La exaltación, pongo por caso, de la patria, o la tendencia a movilizar a la sociedad alrededor de determinados valores, o la obsesión por la etiqueta en la calle y en la alcoba, han sido con frecuencia gritos de batalla de los partidos de orden, aunque no se siguen, en cuanto principios, de lo expuesto líneas arriba. Allí se recomendó más bien una prudente parsimonia en la administración del entusiasmo político, sin voluntad alguna de compromiso con códigos morales concretos. No tuve el propósito de precisar lo que el hombre debe ser, ni me siento autorizado, ni con aplomo suficiente, para hacerlo. Si acaso, conviene operar a la inversa y definir al hombre más en negativo que en positivo, esto es, establecer límites antes que modelos explícitos.

Ahora bien, sentado semejante punto, es urgente aclarar que la moral es importante. La gazmoña admonición de que la libertad acaba degenerando en libertinaje tiene un contrapunto igualmente indeseable, el representado por la idea de que el libertinaje constituye la única alternativa al dogmatismo moral. Tome de nuevo el lector, a modo de muestra, a quienes se afanan con un zumbido febril e intermitente -sí y no, no y sí- en torno al concepto de utopía. Parece como si, apenas se hubiera renunciado a un proyecto ideal de comportamiento colectivo, quedara el terreno despejado para la ejercitación indiscriminada de la corrupción pública. Frente al bien se eleva el mal, y el mal está ahí como una fruta madura a la espera de la mano pecadora que quiera recogerla. O, visto el asunto por el prisma candoroso, pequeño burgués y cotidiano del profesor Unrat en El ángel azul, se diría que una vez que se ha dado de lado al cuello de celuloide y la virtud de manual no hay más remedio que rebajarse hasta la degradación lamentable. Cuando el profesor Unrat se afloja los tirantes es para sustituirlos incontinentemente por las ligas de Lola-Lola. Entre la solemnidad del Lehrstuhl y el arroyo no existe vía intermedia, ni siquiera la de la reflexión, la vivencia sentimental o incluso el provisional extravío.

Los tiros, sin embargo, van por otro lado. La estampa del crápula vertical constituye una superchería filosófica, y se fundamenta en una falsa noción de los valores. Supone a éstos como venidos de fuera y desarraigados de la conducta diaria, cuando, por el contrario, son interioresa ella y además absolutamente necesarios. Su ausencia conduciría a la imbecilidad moral, y la imbecilidad moral, a la falta de criterios prácticos, y esto último, a la inacción. Pero la inacción no es negociable. Es algo que ningún individuo ni ninguna sociedad están en situación de autorizarse. Fue Ortega quien dijo que somos una máquina de preferir: vivimos prefiriendo en todo instante, y como es falsa la idea un tanto pompier y dramática según la cual el hombre se juega el tipo en cada encrucijada de las múltiples que componen el rosario de su vida, lo que ocurre es que se vive prefiriendo sistemática e insconscientemente con arreglo a determinadas medidas más o menos constantes en el tiempo. Esta constancia de cada uno, esta afinidad selectiva, es la moral. Por supuesto también, la moral de cada uno.

¿Significa ello que la moral es pura idiosincrasia, un negocio eminentemente privado? Sí y no. La pedantería normativa, que es una pedantería pedagógica y por ende imperdonable, incita a confundir la moral con lo que en lenguaje paulino cabría denominarla ley. Incita a creer que la moral está escrita en alguna parte, y que aprender moral es como seguir cursos por correspondencia. Sin embargo, la moral se nutre, antes que de prescripciones, de experiencias. Se aprende moral conforme se dilata el radio de lo vivido, y lo vivido no es automáticamente comunicable a los restantes sujetos morales.VALOR MORALA la vez, claro está, el valor, el valor moral, interviene en una estrategia que trasciende al individuo. De hecho, cabe afirmar, tautológicamente, que, en promedio, ha de existir entre los distintos valores individuales una convergencia mínima, aquella precisamente que garantiza y explica la perduración de la sociedad. Lo que no implica en absoluto que el valor moral detentado por un sujeto concreto en un instante concreto haya de ajustarse a una norma válida para los hombres todos, para mí al igual para que mi vecino. Sería grotesco sostener que mi moral, inseparable de mi sentido de la vida y mi personal pasado, sólo es verdaderamente moral en tanto en cuanto pueda ser, recíprocamente, moral de otro. En este aspecto, la máxima que Kant asocia a su imperativo categórico ha dado origen a malentendidos sin fin. La afirmación de que es preciso actuar como si la propia conducta hubiera de servir a la manera de una ley universal de todos los seres racionales constituye, en el dominio de la introspección ética, una recomendación vacía. Se convierte únicamente en un principio útil cuando es trasladada al plano de la vida pública, ya que la vida pública gira en torno a una comunidad de intereses, y esos intereses, en tanto que comunes, no son sólo míos, sino de éste, y de aquél, y del de más allá. En definitiva, sería bueno descafeinar el dictum kantiano y contraerlo a un principio de tolerancia frente al prójimo: "Evita, si a mano viene, enunciar leyes que afectan a todos, pero sólo convienen a una de las partes". O de otra manera dicho: "Cuando sea posible rehuye, en los asuntos públicos, tomar la parte por el todo".

Estas obviedades nos devuelven por lo derecho al concepto de utopía y a su sustancia autoritaria. Ya que es propio de las fantasías utópicas el suprimir el décalage inevitable entre nuestra condición individual y nuestra calidad de seres sociales. El utopista opina que semejante holgura expresa una carencia de la vida colectiva, a la par que una carencia en las vidas de los sujetos sueltos, y busca, o propone, una forma de existencia política en que ambas vertientes sean concordes y marchen acopladas a un ritmo común. Mas se trata de una mala metáfora, puesto que no existe una vida colectiva que sea como las diversas vidas particulares, sólo que en grande. Las segundas obtienen su cohesión merced a una trayectoria biográfica y siempre excepcional, en tanto que la vida de los hombres reunidos en grupo se apoya sobre una divergencia sistemática y más o menos consentida entre lo que cada uno desea desde su punto de vista y lo que se resuelve que ha de ser el punto de vista de la sociedad.

De aquí se desprende una limitación severísima de lo que es razonable esperar de la acción política, ya que ésta ha de guiarse por una moral basada en la simetría, mientras que la moral en cuyas inmediaciones se fragua nuestra personalidad, la moral que irrepetiblemente nos distingue, no tiene por qué, ni puede, ser asumida por los demás hombres. Cada hombre-otro constituye el vértice de un campo de fuerzas específico, la estela, y el proyecto, de un pretérito y un futuro que sólo a él le será dado recorrer. En la superficie de intersección de estos orbes innumerables, lejos de sus centros, está instalada la política. No le exijamos tareas que no le corresponden. No le pidamos que garantice nuestra felicidad, o dote de contenido a nuestras vidas, o consiga para cada uno lo que es menester que su trabajo de cada uno. No traigamos a la política, en fin, al lado oculto de la Luna. La política es un asunto multitudinario: no es bueno mezclar con el gabinete la sala de recibir.

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