Tribuna:LOS DEFECTOS DEL SISTEMA POLÍTICO ESPAÑOL

¿Un Parlamento anémico? / 1

El décimo aniversario de la democracia española, que se cumple en junio, coincide, según el autor, con un período de inquietud por lo que se estima que es una época anémica de la columna vertebral del propio sistema: el Parlamento. Éste es el primero de dos artículos en los que se aborda la base de la citada anemia.El próximo mes de junio, la democracia española cumple 10 años. Es el período de vida democrática auténtica más dilatado de nuestra conflictiva historia. Por otra parte, las minorías de derecha, centro e izquierda en el Congreso de los Diputados se reúnen para coordinar la búsqueda ...

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El décimo aniversario de la democracia española, que se cumple en junio, coincide, según el autor, con un período de inquietud por lo que se estima que es una época anémica de la columna vertebral del propio sistema: el Parlamento. Éste es el primero de dos artículos en los que se aborda la base de la citada anemia.El próximo mes de junio, la democracia española cumple 10 años. Es el período de vida democrática auténtica más dilatado de nuestra conflictiva historia. Por otra parte, las minorías de derecha, centro e izquierda en el Congreso de los Diputados se reúnen para coordinar la búsqueda de los medios de ensanchar y flexibilizar el corsé al que la actitud de la mayoría, apoyada en el rígido reglamento de la Cámara, ha sometido la discusión parlamentaria y las iniciativas de control de los grupos de la oposición.

La salud de un régimen político se mide por el grado de aceptación que experimenta en la sociedad en la que impera; es decir, por la intensidad y extensión de su legitimidad. Legitimidad significa, en el orden de los valores, que un sistema de poder es digno de reconocimiento, y en el orden de los hechos, que, por gozar de reconocimiento generalizado, obtiene la obediencia de los miembros de la colectividad de manera normal e institucionalizada, sin recurso a la fuerza. Desde esta perspectiva puede afirmarse que, alejado el riesgo de golpe militar nostálgico, la democracia española disfruta de una robusta salud.

La mera verificación de esta situación de hecho no dilucida de una vez por todas la cuestión. ¿Hay en la organización social y política de nuestro país hechos, tendencias en curso o trabas institucionales con virtualidad para producir una gradual o drástica deslegitimación del régimen democrático? Unas consideraciones, por fuerza esquemáticas, sobre las elecciones, el Parlamento, los partidos políticos y el poder judicial -como instituciones esenciales de la democracia- pueden ser un punto de partida útil para introducir el diálogo o la polémica sobre el rumbo que sigue el sistema político por el que nos regimos.

No es preciso insistir mucho en la conveniencia de que, en una democracia parlamentaria, el Parlamento, órgano que define el régimen político, goce de prestigio en la opinión pública como centro político de la vida nacional y de elaboración de las decisiones fundamentales. Según las encuestas disponibles, no parece ser tal el caso entre nosotros. A primera vista puede ello explicarse por la anemia de nuestra vida parlamentaria, perceptible en particular desde octubre de 1982, en que el partido socialista ganó por abrumadora mayoría las elecciones.

Salud democrática

Es evidente que no fortalece la salud de la democracia ni contribuye, por tanto, a su legitimación que el Parlamento carezca del aprecio de los ciudadanos. La valoración crítica del parlamentarismo español debe, no obstante, incardinarse en los límites de lo que es en realidad el parlamentarismo moderno. Con frecuencia se enjuicia la actuación del Congreso de los Diputados tomando como punto de referencia un patrón o paradigma -el del parlamentarismo clásico- inexistente en la actualidad. En el pasado, los grupos parlamentarios eran agrupaciones sueltas y flexibles de diputados que discutían y votaban en conciencia, a título individual. El sufragio universal y la democracia de masas generaron cambios fundamentales, tales como, de una parte, la imposición de la disciplina de voto a los diputados en garantía de cumplimiento del programa sometido por el partido a los electores, y de otro lado, la emanación parlamentaria directa del Gobierno. De este modo, el papel del Parlamento, concebido como contrapeso del Ejecutivo, se diluye y se transforma el sentido y la manera de ejercer sus funciones cardinales. Es la mayoría parlamentaria quien legisla, y la oposición quien fiscaliza los actos gubernamentales, funciones antes ejercidas por el Parlamento en su totalidad. Se ha pasado de un parlamentarismo de notables a un parlamentarismo de partidos en el que las relaciones entre los órganos constitucionales se determinan por y a través de los partidos políticos, que son quienes comparecen ante el electorado para, primero, solicitar su apoyo, y después, rendirle cuentas. La mayor o menor democracia en el seno de los partidos principales tiene por eso repercusión inmediata sobre la riqueza de la dinámica parlamentaria.

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Es esta concepción del Parlamento la que debe inspirar el examen crítico de las Cortes Generales y de la que ha de partirse para impulsar una evolución conducente a dignificar su papel e incrementar la legitimación de la democracia parlamentaria.

Que las Cortes languidecen sumidas en la ineficacia política es un sentir común. Legislan mal y controlan poco. Las causas de semejante situación son, en principio, conocidas: la vigencia de un reglamento en exceso formalista, la actitud prepotente de la mayoría, la fragilidad de la propia oposición, el casi nulo debate sobre problemas sustantivos en los partidos políticos y en sus grupos parlamentarios, así como su falta de inserción en la sociedad. Tampoco ayuda a realzar la imagen de las Cortes la ambigua levedad de la posición del Senado en el sistema constitucional, pero esta cuestión es harina de otro costal.

El vigente reglamento del Congreso, elaborado durante la presidencia de Landelino Lavilla, nació bajo la influencia del parlamentarismo moderno al servicio de estos objetivos: permitir la ordenación de los trabajos de la Cámara; racionalizar la dinámica parlamentaria, dando preeminencia política y funcional a los grupos sobre los diputados, y cubrir en lo posible la vulnerabilidad de los Gobiernos minoritarios de la época. De tales propósitos, cumplidos con eficacia, tales rasgos: en primer lugar, rigidez formal y lentitud en la tramitación de las iniciativas de control y en los procedimientos legislativos y de debate, con el doble fin de atajar el eventual exceso de parlamentarismo y de garantizar el control del grupo sobre sus miembros; en segundo término, centralización del poder en la Junta de Portavoces para, entre otras cosas, facilitar el acuerdo en cuestiones procesales o sustantivas que, de no ser resueltas por esta vía, dejarían en situación insostenible ante el Pleno de la Cámara a un Gobierno sin mayoría; por último, concentración de las competencias de ordenación en la Mesa, aunque quedando las más importantes condicionada, en su ejercicio al acuerdo de la Junta de Portavoces.

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