Tribuna:

El banquete ritual

Hesíodo decía de la fiesta que era "olvido de las desgracias y tregua de las preocupaciones". Lo que tomamos por un recordatorio ritual resulta ser un olvido. ¿Olvidar, entonces, en el momento de recordar? El festín, el dispendio, el consumo de los bienes duramente trabajados requiere olvidar ese trabajo, el sufrimiento de su consecución. La fiesta es un banquete ritual exige colectividad, gestos amasados de muecas rígidas y palabras litúrgicas. Y es que el campo de los bienes está atravesado, mortificado, por la palabra es decir, que el bien no viene fundado en ningún orden natural, en ningun...

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Hesíodo decía de la fiesta que era "olvido de las desgracias y tregua de las preocupaciones". Lo que tomamos por un recordatorio ritual resulta ser un olvido. ¿Olvidar, entonces, en el momento de recordar? El festín, el dispendio, el consumo de los bienes duramente trabajados requiere olvidar ese trabajo, el sufrimiento de su consecución. La fiesta es un banquete ritual exige colectividad, gestos amasados de muecas rígidas y palabras litúrgicas. Y es que el campo de los bienes está atravesado, mortificado, por la palabra es decir, que el bien no viene fundado en ningún orden natural, en ninguna armonía anterior. Marx los medía por el valor de tiempo ritual ("socialmente necesario"). El bien, por tanto, no se refiere a la necesidad, natural o premeditada; el bien se refiere al poder, a la obligación de felicidad, a la distribución colectiva. Es como si Prometeo, en vez de robar el fuego a los dioses, hubiese arramblado con el buey. ¿Y para qué un buey sin hambre? Comer por mandato, no por hambre, es el avieso destino social. Por eso el bien está ligado al poder y al derecho, que no es más que el de privar a los otros fórmula social de positivar el deseo y que conmina a producir más bienes y servicios, es decir a la destrucción. El paño del ejemplo de Marx es como la túnica de Nessos (Neseo), rociada de sangre y de esperma, y de la que Heracles no puede desprenderse sin arrancarse la piel. El valor de cambio pegado a nuestra piel, siniestro ropaje con el que cubrimos una indigencia colectiva. ¿Qué es hacer el bien sino proclamar que se puede hacer el bien? Siempre tiene eso consecuencias insospechadas y terribles. Nadie, por ejemplo, más peligroso que aquel que se viste con las responsabilidades del pueblo.

Pero esa túnica consigue a veces la pátina de la seducción. La seducción es peithó, es engaño, rodeo o desvío, es Pandora. Sin engaño no hay seducción (alc ontrario de la fascinación) Pandora no podría seducirnos si no supiéramos, de alguna manera, que sus múltiples atributos divinos son apariencias de no ser, ropaje de la palabra que nos desvía, que nos aleja de la cosas inamovibles, del silencio de lo real. La seducción es compañera de la hipérbole, la esencia puesta en la mera apariencia.

Seducción es, pues, hija de la Retórica, del ropaje que, por que no cubre nada, no desgarra La retórica es el semblante del ser que falta, el significado que yerra su relación con el refente.

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Es la publicidad, esa pluralidad de las esencias que desbarata la pretensión de una esencia única y verdadera. Los objetos publicitarios son homonímicos al bien, no cabe entonces la Idea del Bien. Seducción es olvido de la Verdad, mas, ¿de qué verdad hay que olvidarse sino de aquella de la que la seducción supuestamente nos libra, a saber, que esa Verdad falta a quien abre sus Ojos al mundo? ¿Podría, sin embargo, librarnos de la pesadilla de la nada sobre la que la publicidad asienta sus reales?

Anverso de la seducción

Aquí la fascinación nos aparece como el anverso de la seducción. Ya no hay rodeo o desvío para quien, atrapado en el canto de las sierenas o en la mirada de Medusa, inicia el gesto inútil del reconocimiento del (en el)

Otro. Pandora ya no es peitho sino La Mujer. La mirada, campo privilegiado de la fascinación, queda prendida en el objeto que mira, mas no ve, pues el Amo convertido en objeto es mirada cosificada que arruina la continencia del deseo. Se hace imposible el desplazamiento, la pluralidad de los lazos libidinales, queda el deseo petrificado en la mirada, rígido mudo y helado, diría Píndaro a lo más, sobreviene la angustia.

En la fascinación hay una presencia real, sensible y única, inamovible y por eso indisoluble. Y esa mostración absoluta, de la que no cabe ausentarse si no es siguienido el consejo que Palas Atenea da a Perseo, es decir, cerrar los ojos, pues si la mirada queda separada en el objeto-Medusa ya no hay des vío posible; esa mostración absoluta, decía, que por ser absoluta no admite pacto, ni intersubjetividad, viene a equivaler a intuición sin juicio (o sea, a alucinación), característica, según Kant, de lo divino, pues Dios ni) puede ser pensamiento o juiciel, como no es objeto de conocimiento, sino de adoración, y como tal intimida como intimida la oligofrenía y el goce, el ernbobamiento, siniestra figura de la alucinación sin delirio. Quizá así podríamos entender ese verso rilkeano que nos dice que la belleza es el comienzo de lo terrible. Lo bello aterrza es decir, fascina, y la experiercia estética tiene algo de vértigo, de potencia del vacío. En la seducción, el desvío, la retórica, la imagen, vela lo real. En la fáscinacion se va derecho a lo real, y lo real siempre idiotiza. La particularidad de lo bello es que no anticipa la imagen, sino que la interrumpe.

Simónides insistía: el cuadro o la figura esculpida es un eikon. una mimesis, es una sustitución, un engaño, no es un ídolo, un doble o aparecido (fasma), como pretendía Menelaco para su Helena. ¿Quién se equivoca, Simónides o Menelao?

En el corazón de nuestra experiencia humana está ese objeto absoluto a cuya realidad invocamos y que es motor de nuestro deseo, ley del cual será justamentei su falta. En ese horizonte la alucinación, el error, no es simple azar, sino referencia estructural que sostiene él campo de la percepción y del sentido, verdadera antinomia de nuestro pensar, de nuestro vivir, abocado a la fascinación, a la separación que no llega, al reconocimiento que no acude. Por mucho que, como Simónides, insistamos en que el Otro es la marca de un vacío, retorna su carácter indestructible y la fascinación acecha a quienes, por humanos, somos sus militantes. Eneada uno de nosotros anida un idiota, un niño embobado, al final de sí mismo, un niño-Jesús, ante el que se postran en adoración los reyes de este mundo; un niño maravilloso o terrible, tirano por fascinante, al que habrá que crucificar para que un mito, el mito del niño-Dios, el mito de la infancia, se quiebre, y un sujeto comience a moverse, es decir, a morir. Decía K. Rahner que la Navidad "es la fiesta del nacimiento de la eterna juventud", "de un niño que nace sin que comience a rnorir". ¿Hay algo más mortífero que el río en cuya mirada queda Narciso atrapado? (Narciso es siempre el de la Guerra). Pues bien, a esa mirada la llamamos entre nosotros "mal de ojos", o también "in-vidia". De eso padecía, entre otros, el pobre Herodes, que era rey, pero no mago.

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