Editorial:

Un futuro con menos nubes

EL AÑO recién comenzado será de nuevo un año electoral, y ello marcará decisivamente las actuaciones de los partidos. La multiplicación de comicios está relativamente justificada en las fases de fundación o asentamiento institucional. La complejidad del mapa autonómico aumenta la dispersión, de forma que, por uno u otro motivo, los aparatos de los partidos actúan permanentemente al compás del calendario electoral.Este año se celebrarán elecciones municipales en toda España, autonómicas en la mayoría de las comunidades -todas excepto Cataluña, Andalucía, Galicia y Euskadi-, y provinciale...

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EL AÑO recién comenzado será de nuevo un año electoral, y ello marcará decisivamente las actuaciones de los partidos. La multiplicación de comicios está relativamente justificada en las fases de fundación o asentamiento institucional. La complejidad del mapa autonómico aumenta la dispersión, de forma que, por uno u otro motivo, los aparatos de los partidos actúan permanentemente al compás del calendario electoral.Este año se celebrarán elecciones municipales en toda España, autonómicas en la mayoría de las comunidades -todas excepto Cataluña, Andalucía, Galicia y Euskadi-, y provinciales en el País Vasco. También están previstas, aunque es posible que se opte por atrasarlas, las elecciones al Parlamento Europeo. Todo ello después de un año en el que se celebró un referéndum y tuvieron lugar varias elecciones autonómicas y las legislativas, además de las sindicales. En esas condiciones, no es de extrañar que, a su vez, la mayoría de los congresos de los partidos, convocados en los huecos de tan apretado calendario, esté teñida de inmediatismo electoral.

Uno de los efectos de esa proliferación de convocatorias es la saciedad del electorado. Los ciudadanos se muestran, según revelan las encuestas, menos interesados por la política que hace unos, años, aunque todavía no se han producido fenómenos alarmantes de abstencionismo. Por otra parte, esas mismas encuestas indican que, en general, y en una línea ascendente a partir de 1981, los españoles se sienten cada vez más optimistas respecto a la situación, aunque haya una inflexión en los votantes de partidos en crisis, como AP o el PNV; sienten mayor aprecio por las instituciones democráticas, y contemplan el futuro con creciente confianza. En términos generales puede afirmarse que los ciudadanos dan menos importancia a la política -quizá porque han aprendido a despegar el plano de lo privado de la esfera de lo público-, pero se reconocen más integrados en el sistema, cuyos fundamentos comparten mayoritariamente. Los observadores extranjeros suelen sorprenderse del contraste entre esa realidad sociológica, que invitaría al optimismo, y el exagerado y amargo criticismo todavía presente en influyentes sectores sociales.

En 1987 celebran congreso las dos principales fuerzas parlamentarias: Alianza Popular, en febrero, y el PSOE, en diciembre. La crisis política de la derecha, que ha desembocado en la dimisión de Fraga y determinado la convocatoria de su congreso extraordinario, es, probablemente, consecuencia, más allá de episodios concretos, de la inadecuación entré su mensaje catastrofista y esa visión más optimista del presente y del futuro por parte de la generalidad de la población. A su vez, la acentuación de los rasgos de ese mensaje negativo se ha visto favorecida por el clima de permanente confrontación electoral.

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El PSOE ha sabido adaptarse mejor a los cambios que se estaban produciendo en la mentalidad media del español, más moderna y abierta, más tolerante y reformista de lo que el tópico daba a entender. Pero la superación del doctrinarismo contiene la amenaza de transportarlo a un punto tan infecundo como aquél: el de una política sin ideas. Sin amenazas desestabilizadoras de entidad, con una oposición debilitada y en un clima social pacificado, el PSOE está en condiciones óptimas para plantearse un proyecto de homologación definitiva de España con los países más avanzados del continente. Que lo haga o no es una cuestión de voluntad política sobre la que el partido gubernamental demora la respuesta.

Él desfase respecto a esos países es todavía notable, tanto en el terreno económico -un diferencial de inflación considerable, renta per cápita un 25% menor que la media de la CE, etcétera- como en el político y social, especialmente, en el campo de la educación. Pero nunca antes España había dispuesto de tantos factores favorables para abordar ese proyecto con perspectivas de éxito. Para empezar, los casi 10 años transcurridos desde las elecciones de 1977 suponen ya el más dilatado período de estabilidad democrática vivido por España en su historia. No hay conflictos -religiosos, lingüísticos, sociales- irresolubles. Y sólo el País Vasco es acaso la excepción en este panorama de esperanzas. Excepción eliminable si las fuerzas políticas decidieran aplicar su voluntad a resolver el conflicto antes que a dirimir sus agravios.

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