Editorial:

Negociación y logomaquia

FUENTES DE los servicios españoles de información han confirmado la existencia de contactos recientes, a través de un intermediario, entre representantes del Gobierno y el dirigente de ETA Militar Txomin Iturbe. Esas fuentes han precisado que fue el propio Gobierno quien mantuvo informado al Centro Superior de Información de la Defensa (CESID) del desarrollo de tales contactos. Era ésta una confirmación más desde el propio aparato del Estado del contenido básico de las crónicas publicadas por este periódico (véase EL PAÍS del 10, 11 y 12 de este mes de agosto), que mantenemos en toda su integr...

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FUENTES DE los servicios españoles de información han confirmado la existencia de contactos recientes, a través de un intermediario, entre representantes del Gobierno y el dirigente de ETA Militar Txomin Iturbe. Esas fuentes han precisado que fue el propio Gobierno quien mantuvo informado al Centro Superior de Información de la Defensa (CESID) del desarrollo de tales contactos. Era ésta una confirmación más desde el propio aparato del Estado del contenido básico de las crónicas publicadas por este periódico (véase EL PAÍS del 10, 11 y 12 de este mes de agosto), que mantenemos en toda su integridad por constituir una información cierta, veraz y contrastada durante más de un mes de trabajo profesional.El presidente del Gobierno, Felipe González, declaró ayer en Palma que "ni hay, ni ha habido, ni habrá ningún tipo de negociación con ETA". No ha desmentido, sin embargo, la existencia de conversaciones o contactos, ni las tentativas de su Gobierno o de altos funcionarios de establecerlos. Ni ha rechazado que un ministro y un director general, con el concurso de un intermediario, realizaran contactos con el que se reputa máximo dirigente de ETA. El líder de los socialistas vizcaínos, Ricardo García Damborenea, como es habitual, ha ido más lejos afirmando que "los contactos del Gobierno con ETA son una fantasía mora del PNV".

Precisamente, la polémica actual se originó a raíz de la afirmación del presidente del Consejo Nacional del PNV, Xabier Arzalluz, según la cual "ETA está dispuesta a dialogar, y Madrid no". Tal afirmación, acertada o no, oportuna o inoportuna, venía. precisamente a resaltar el hecho de que el Gobierno central había rechazado lo que, en opinión del PNV y del Gobierno vasco, era una ocasión de ir más allá de los habituales contactos instrumentales para abrir paso a una negociación viable.

El presidente del Gobierno se defiende, pues, de una inexistente acusación: nadie sospecha que el Gobierno haya negociado con ETA, pero algunos piensan que ha habido precipitación, o imprudencia, en el rechazo frontal de la posibilidad misma de hacerlo, si se daban ciertas condiciones. Así, lo que principalmente queda por conocer son las razones que impulsaron al Gobierno a modificar su inicial actitud receptiva al mensaje de Iturbe -que transmitió el PNV y confirmaron esos contactos instrumentales que mantuvo el propio Gobierno central-, trocándola por un rechazo frontal, incluso, al eventual aplazamiento de la expulsión de Francia del dirigente de ETA.

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Felipe González ha reiterado su acuerdo con la declaración unánime del Parlamento vasco de marzo de 1985 por la que se rechazaba el principio de la negociación política -o sea: sobre contenidos políticos- con ETA. El Gobierno vasco también acaba de confirmar que se atiene a dicha declaración. Por tanto, si la oferta de Iturbe seguía planteándose en los términos clásicos de ETA (negociación con los poderes fácticos sobre cuestiones como la integración de Navarra en Euskadi, la reforma unilateral del Estatuto y la Constitución, etcétera) es evidente que nada había que hablar con el presunto número uno de la organización terrorista. Pero nadie puede lanzar acusaciones por intentarlo.

Porque una actitud inteligente, no doctrinaria, respecto a un problema como el que supone la existencia de un grupo terrorista con minoritario pero amplio apoyo popular no excluye, sino todo lo contrario, la disposición a sondear perrnanentemente las posibilidades de acuerdo que puedan aparecer en orden a un cese de la violencia a cambio de ciertas garantías para quienes se comprometan a dejar las armas. Por ejemplo, la actual oferta de reinserción social se limita a las personas sin delitos de sangre a sus espaldas. La ampliación, mediante fórmulas intermedias, como el extrañamiento temporal a otros países, de esa posibilidad a todos los terroristas sí podía ser objeto de negociación.

En realidad, la declaración del Parlamento vasco reconocía implícitamente esa posibilidad al distinguir entre la negociación política, para la que en modo alguno estaba legitimada ETA, y la referente a las salidas personales para los miembros de dicha organización terrorista, a la que no se opondrían las fuerzas democráticas vascas. Naturalmente, esta segunda negociación también sería política en un cierto sentido, pero no en el pretendido por ETA al erigirse por su cuenta en representante del pueblo vasco para negociar contenidos políticos que afectasen, no ya a los individuos practicantes de la violencia, sino a toda la población de Euskadi, o de Euskadi y Navarra, o de España entera.

Por ello, el debate que se está produciendo estos días en tomo a la negociación tiene bastante de logomaquia: se discute de palabras, con desprecio de la cuestión de fondo. Si el PNV y el PSOE, Ardanza y González, están de acuerdo en rechazar la negociación política y plantear que cualquier eventual acuerdo ha de respetar el marco del Estatuto y la Constitución, y admiten simultánemnente que una actitud de firmeza en esa línea no excluye explorar permanentemente posibles modificaciones en la receptividad de ETA, o de algunos de sus dirigentes, a las ofertas de reinserción, si todo esto es así, como parece, y sin embargo, se mantienen enzarzados en una estéril polémica terminológica, difícil será convencer a los ciudadanos españoles que las declaraciones políticas tienen algo que ver con la realidad. Sólo los Gobiernos fuertes están capacitados para negociar, y, probablemente, Felipe González tiene la posibilidad histórica de poner fin a esta dramática asignatura pendiente de la democracia española, sin que nadie pueda acusarle, desde el propio Estado o la misma sociedad, de debilidad o falta de respeto a la legalidad. Ésta es su misión como estadista. Y en este canúno no le faltarán los acosos y las injurias de los clásicos enemigos de la libertad en nuestro país. Y hasta probablemente deberá tolerar algunas incomprensiones.

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