Tribuna:

Héroes

Estuve firmemente decidido a abjurar de la nicotina media docena de veces, apabullado con esa conjura de médicos, ministros de Sanidad, vegetarianos, nudistas, azafatas, doctorados por Yale, yuppies, judíos hipocondriacos, ecologistas y taxistas rompehuevos, pero cada vez que escuchaba el relato de esos héroes que habían erradicado el vicio de sus vidas volvía a las andadas, a las fumadas. Confieso que mi perversión favorita de empedernido fumador no consiste en lanzar mortales señales de humo por los agujeros de arriba, sino escuchar las batallas campales de los amigos que una turbia m...

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Estuve firmemente decidido a abjurar de la nicotina media docena de veces, apabullado con esa conjura de médicos, ministros de Sanidad, vegetarianos, nudistas, azafatas, doctorados por Yale, yuppies, judíos hipocondriacos, ecologistas y taxistas rompehuevos, pero cada vez que escuchaba el relato de esos héroes que habían erradicado el vicio de sus vidas volvía a las andadas, a las fumadas. Confieso que mi perversión favorita de empedernido fumador no consiste en lanzar mortales señales de humo por los agujeros de arriba, sino escuchar las batallas campales de los amigos que una turbia mañana de ronquera, arcadas y resaca dijeron basta y abrazaron la fe antitabaquista.No hay peor propaganda contra el tabaco que esas masoquistas hazañas de los que cesaron de humear. Estoy dispuesto a admitir que el tabaco es casi tan nocivo como las películas de Sylvester Stallone, comer paellas en chiringuitos playeros, hacer turismo en Chernobil o leer nueva literatura alemana por encima de los 30 grados a la sombra. Pero es que esos relatos sacrificiales de los que abandonaron el humo son todavía más terroríficos que las desdichas del vicio. Estremezco cuando los conversos me cuentan sus métodos para expulsar la infame cajetilla de sus vidas. Narran con incomprensible entusiasmo atroces reclusiones carcelarias en clínicas desintoxicadoras, tratamientos de electrochoque, sesiones de acupuntura, de diván, de pastillas, de autosugestión y hasta de hipnotismo. En una reunión de viejos amigos reconozco inmediatamente al converso antitabaquista. Es ese que ha triplicado su peso, camina como un zombi, su piel adquirió otros tintes, tiene una nueva mirada indefinible, exhibe tics inéditos y ya sólo sabe charlar con acento proselitista de los estragos del tabaco. Vivirá más que yo, de acuerdo, pero no estoy dispuesto a ganar un año de mi vida a base de sacrificar otro año de mi vida torturado con lavados de cerebro, acribillado por agujas orientales, entre estertores, tendido en el diván de Freud, secuestrado e hipnotizado por los batas blancas. Prefiero la hoja de tabaco a la madera de héroe.

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