Tribuna:

El escritor

El gran autor de libros esenciales imprescindibles -Historia universal de la infamia, El aleph, Ficciones, El libro de Arena-, el escritor argentino de las polémicas sin fin, se fue de este mundo corno si todo lo hubiese preparado para la última hora: con premeditación murió en Ginebra, se dio tiempo para casarse con su secretaria -singular síntesis de Oriente y Occidente, hija de japonés y argentina- y se dio el lujo de ser hasta el momento de la verdad uno de los grandes protagonistas de las letras hispanoamericanas. Jorge Luis Borges fue centro de todas las disquisiciones literarias;...

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El gran autor de libros esenciales imprescindibles -Historia universal de la infamia, El aleph, Ficciones, El libro de Arena-, el escritor argentino de las polémicas sin fin, se fue de este mundo corno si todo lo hubiese preparado para la última hora: con premeditación murió en Ginebra, se dio tiempo para casarse con su secretaria -singular síntesis de Oriente y Occidente, hija de japonés y argentina- y se dio el lujo de ser hasta el momento de la verdad uno de los grandes protagonistas de las letras hispanoamericanas. Jorge Luis Borges fue centro de todas las disquisiciones literarias; no sólo sus declaraciones lo demuestran -punzantes, corrosivas, vitriólicas, cargadas de ironía y de una enérgica capacidad de menosprecio-, es su obra, entera la que demuestra que él estuvo más allá de los géneros -entrecruzó el ensayo con el cuento, la poesía con el relato- y que supo combinar lo insólito con lo enciclopédico y la reflexión filosófica con los bajos mundos de la barriada porteña.Al terminar la II Guerra Mundial, el nombre de Borges iba de librería en librería al parecer sin pena ni gloria; pero ya los entendidos lo reconocían, lo alababan, lo guardaban para sus cenáculos y citaban con gusto sus imágenes extraordinarias. En México, Alfonso Reyes lo daba a conocer como a uno de los grandes fabuladores de la literatura latinoamericana contemporánea; era su amigo, su gran cómplice argentino de confesiones literarias y acompañante de largas caminatas por Rivadavia o por Carrientes. No sabía Borges que 30 años después visitaría la Capilla Alfonsina -ya viejo y ciego, pero nunca cansado- para recibir una de las distinciones de las letras mexicanas: el Premio Alfonso Reyes.

En una década alucinante para las letras hispanoamericanas -quizá la más importante de todas-, de 1945 a 1955, el nombre de Borges se encuentra en la primera fila. Es una constelación histórica: Carpentier, Onetti, Yáñez, Rulfo, Revueltas, Arreola, Marechal, Asturias, Lezama Lima, Otero Silva, Uslar Pietri, José María Arguedas... Después de los grandes narradores de la primera década del siglo -los descubridores del paisaje, los que transformaron el lenguaje popular y dieron a conocer a nuestros primeros caudillos y a nuestros condenados de la tierra-, después de aquellos escritores legendarios -Macedonio Fernández, Horacio Quiroga, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, José Eustaquio Rivera, Ricargo Guiráldez, Rómulo Gallegos- llegaba la renovación más audaz de Adán Buenos Aires a El siglo de las luces, de El señor presidente a la Vida breve, de Al filo del agua a Casas muertas, de El aleph a Pedro Páramo -sólo para citar algunas de las obras publicadas en esa década gloriosa-, la narrativa latinoamericana da verdaderos pasos de gigante.

Es la nueva narrativa de nuestra lengua, la más audaz, la más creativa, la más profunda, la que no se olvida del hombre de carne y hueso, ni de los escenarios históricos, ni mucho menos de los desafíos lúdicos del lenguaje.

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Además -y esto es digno de llamar la atención-, estos escritores no forman camarillas ni se vinculan a grandes empresas edi toriales. Unos en Europa y otros en América, unos en sus mundos mas propios y otros en los caminos del exilio, trabajan con rigor -en muchas ocasiones con una autocrítica devastadora- y dejan a la imaginación los caminos más insólitos.

Borges ya había publicado su Historia de la eternidad y su Historia universal de la infamia y muy pronto publicará El aleph (1949), La muerte y la brújula (1951) y Otras inquisiciones (1952); su palabra era única y nadie le negaba el derecho de ser el visionario, el alquimista, el personaje mejoir ubicado de nuestra lengua en la literatura universal. Hablar de Borges era hablar de El Escritor, de aquel que supo ir a todas las literaturas para enriquecer la propia, que fue de Omar Cayan a los abelianos y a los camitas, de Stevenson a Henry James, de Edgar Allan Poe a Santo Tomás de Aquino y de Evaristo Carriego -"el que aprendió el lunfardo gracias a su despareja amistad con la gente cuchillera de la sección, la flor de Dios los fibre"- a los compadritos, sus corajes, sus destinos, sus melodramas y las melodías nostálgicas de sus instrumentos de cuerda.

Con los ecos más variados, con los espejos más sorpresivos, entre la herejía del apóstata moderno y la reflexión del provocador genial, Jorge Luis Borges no podrá separarse de nosótros. Varias generaciones aprendimos demasiadas cosas de su obra admirable. Como todo lo verdadero -echamos mano de sus propias palabras- su obra encierra muchos secretos, una obra que, día tras día, nuestros oídos no se cansarán de reconocer y que nuestra memoria hospedará siempre con agradecimiento.

Arturo Azuela es miembro de la Real Academia de México y premio nacional mexicano de novela.

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