Tribuna:

Carvalho

Cada viernes por la noche contemplo la serie Carvalho, con una mano sobre los ojos, los dedos separados, eso sí, para ver y no ver. Para ver lo que reconozco y para tratar de no ver lo que me resulta irreconocible. La semana pasada tuve que dar crédito a mis ojos porque los tenía bien abiertos, pero me resultó difícil reconocerme como remoto argumentista de un capítulo titulado El mar, ese cristal opaco. El título sí era mío y en el guión original se justificaba mediante la cita de un verso de Carlos Barral, "...de cuando el mar es un cristal opaco", pero en lo que yo estaba viendo el m...

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Cada viernes por la noche contemplo la serie Carvalho, con una mano sobre los ojos, los dedos separados, eso sí, para ver y no ver. Para ver lo que reconozco y para tratar de no ver lo que me resulta irreconocible. La semana pasada tuve que dar crédito a mis ojos porque los tenía bien abiertos, pero me resultó difícil reconocerme como remoto argumentista de un capítulo titulado El mar, ese cristal opaco. El título sí era mío y en el guión original se justificaba mediante la cita de un verso de Carlos Barral, "...de cuando el mar es un cristal opaco", pero en lo que yo estaba viendo el mar no era de invierno y por tanto ni era de cristal opaco, ni ningún hecho o personaje se responsabiliza del título. O yo no lo supe ver.En cambio, sí asistí aturdido a un despliegue sexual de Carvalho digno de un Mickey Spillane. Aquél no era mi Carvalho, sino un extraño atleta sexual japonés dispuesto a fornicar como un obseso, a vagina por cada cinco minutos de programa. No es que mi Carvalho sea un santo, pero tiene un cierto autocontrol sexual, más relacionado con el sentido del ridículo que con el del pudor. Además, este Carvalho televisivo es un deslenguado que se ha tomado a Cela al pie de la letra y lleva el taco pegado a los labios, como si fuera una colilla de Peninsulares.

No discuto que el director y definitivo arreglador de los inocentes guiones originales sea un excelente realizador, pero junto a esta cualidad habría que connotarle como un obseso sexual de los que no quedan. En mi escritura, Carvalho es ante todo un tocón visual de lo vivo y lo muerto. En la serie de televisión, Carvalho es un pulpo de vagón de metro que no respeta escote, nalga ni otras vísceras. Pero no sólo Carvalho sirve de médium de las obsesiones sexuales del realizador. En cuanto te descuidas, hasta los extras te violan a quien menos se lo espera, con una rapidez de reflejos y movimientos que para sí hubiera querido el legendario Jimmy, el rápido. Ya sin el recurso de escribir a doña Elena Francis para que me aconseje, trataré de contemplar los últimos capítulos sin escandalizarme. No sé si lo conseguiré.

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